lunes, 12 de diciembre de 2022

Mevia, la mujer que cazaba jabalíes en el Coliseo con una teta al aire

Alfonso Mañas

2.055 palabras, 12 minutos de lectura  


A finales de octubre el nombre de Mevia se puso de actualidad debido a que una docuserie de un conocido canal de historia le dedicó un episodio completo. Sin embargo, la información que daban no tenía nada que ver con la verdad histórica (decían que era una gladiadora, y una ciudadana que libremente había elegido esa profesión), por lo que esta entrada servirá para conocer a la Mevia real.

viernes, 4 de noviembre de 2022

Los Persas de Esquilo; el enemigo también es humano

Todos los que nos dedicamos, con mejor o peor voluntad y acierto, a eso de la literatura histórica tenemos una deuda con Esquilo, el autor de la obra de teatro más antigua conservada que es, a su vez, el primer drama histórico que ha llegado hasta nosotros: “Los Persas”.

Pero esta obra no solo es importante por su carácter iniciático o su antigüedad, ni siquiera por el transcendental momento histórico que nos narra, si no por cómo nos lo cuenta.

Antes de entrar en materia pongámonos en antecedentes. Esquilo, su autor, era miembro de una acomodada familia de la nobleza ateniense, dueña de tierras en una de las regiones más ricas del Ática, Eulises. Todo parecía indicar que dedicaría su vida a la administración del rico patrimonio familiar mientras ocupaba el tiempo de ocio en banquetes regados con vino aguado, guerras con las ciudades vecinas y alguna incursión en la política, muy animada desde que, siendo Esquilo un adolescente, Clístenes derrocara al último de los tiranos de Atenas e instaurara la democracia.

Pero todo este cómodo y previsible futuro se vio trastocado cuando estalló la revuelta de las ciudades griegas de Asia. Estas habían caído bajo el control del Imperio Persa cuando el rey de Lidia, de quien dependían, no tuvo mejor idea que atacar a Ciro el Grande y este lo derrotó sin paliativos, anexionándose sus territorios. Ciro y su sucesor, Darío, permitieron a las ciudades griegas conservar su autonomía y las trataron, en general, con mucho tacto, pero esto no evitó que se sintieran cada vez más incómodas dentro del imperio, ya que creían que este favorecía a otros actores económicos integrados en el mismo, como los comerciantes fenicios.

La revuelta estalló en el 499 a.C. encabezada por el tirano de Mileto, y la democrática Atenas envió una flota en su ayuda. Los griegos obtuvieron algunos éxitos iniciales, incluida la conquista de Sardes, capital de la satrapía, que fue incendiada y su población masacrada o esclavizada, pero Darío no tardó en reaccionar, aplastando la rebelión y arrasando Mileto como respuesta a lo sucedido en Sardes.

Aquello, naturalmente, no acabó ahí, al contrario. El ciclo de odio y venganzas apenas si se había puesto en marcha.

Escombros de Atenas retirados tras su destrucción por los persas
Darío decidió castigar a Atenas por su intervención y en el 490 el ejército persa desembarcó en una playa cuyo nombre ya forma parte del imaginario mundial: Maratón. Y allí acudieron a enfrentarse a él los atenienses, entre ellos Esquilo y sus hermanos Ameinias y Cynegeirus. Este último, el mayor, fue uno de los generales atenienses y el héroe de la jornada, muriendo al tratar de impedir que las naves persas zarparan para dirigirse a Atenas. Más sangre, más muerte, más dolor, más odio. En venganza por la derrota de Maratón, los persas incendiarían la propia Atenas, luego vendrían la respuesta griega en Salamina, batalla en la que destacaría el otro hermano de Esquilo, Ameinias, comandante del trirreme que encabezó el ataque contra la flota persa y que, al parecer, dio personalmente muerte al almirante persa, y persiguió a la famosa Artemisia, que lograría huir usando una táctica, cuanto menos, imaginativa.

Ameinias perdió una mano en combate, pero su hermano Esquilo continuó luchando hasta la victoria definitiva en Platea.

Matar no es fácil, al menos para aquellos de nosotros que no hemos tenido la suerte o la desgracia de nacer o convertirnos en psicópatas. E incluso a estos les cuesta cometer sus primeros crímenes. Por eso, desde siempre, para lograr transformarnos en asesinos se ha recurrido a deshumanizar, a convertir en bestias, en monstruos, a nuestros enemigos. Esto es así desde que se tiene noticias de la primera guerra, pero fue en el siglo XX, con la aparición de la “psicología de masas”, cuando esta idea alcanzó su mayor desarrollo, acompañada por la creación de un armamento que, por primera vez, permitía matar al enemigo sin mirarlo a la cara, con frecuencia sin ni siquiera verlo. Y desde los un tanto burdos carteles de la Primera Guerra Mundial el sistema ha seguido evolucionando hasta las algo más refinadas técnicas de hoy en día.

En estas circunstancias parece lógico pensar que cuando Esquilo se decidió a escribir sobre la guerra elaboraría un panfleto a favor de Atenas en el que los persas serían anatemizados como el siniestro invasor que eran, enemigos de todos los principios básicos de la decencia humana. De hecho esto es lo que había hecho, no mucho tiempo antes, el también dramaturgo Frínico con su obra “La destrucción de Mileto”, hoy perdida. Pero eso no es en absoluto lo que sucede en “Los Persas”. Esquilo decide dar voz al enemigo y contar lo sucedido desde su punto de vista. Y no solo eso: el protagonista no es un valiente guerrero, ni un heroico general, sino una mujer, una madre que espera angustiada noticias de la suerte de la batalla y, con ella, de su hijo. Y no una madre persa cualquiera, es Atossa, la madre del hombre que decretó la destrucción de los griegos, del enemigo por antonomasia, de Jerjes.

Reconstrucción del rostro de Atossa
Atossa, en su hogar, en el palacio de Susa, junto a su corte de nobles, aguarda sumida en el miedo y la incertidumbre. Hasta que llega un agotado mensajero que le comunica las más terribles noticias. El ejército y la flota persa han sido aniquilados en la batalla de Salamina, cuyas dramáticas circunstancias describe con detalle. El número de muertos es incontable. Lentamente, desgrana la lista de los generales y altos oficiales fallecidos, cuyos nombres son acompañados por un coro de lamentos procedente de sus familiares y amigos. Jerjes, por fortuna, ha sobrevivido y está en camino. Conmocionada, Atossa acude a visitar la tumba de su marido, Darío, con cuyo fantasma charla sobre lo sucedido. Este le señala al responsable del desastre: Jerjes, su hijo, cuya impiedad y soberbia ha traído la desgracia sobre los persas.

Finalmente este llega a la corte, pero se niega a reconocer sus errores. Discuten y, lentamente, el gran Jerjes, el emperador todopoderoso, comprende que es él el único culpable de su desgracia, no los griegos ni los dioses. Y con ello se transforma en un ser más humano, más próximo a todos nosotros.

Comparemos este relato con otros, alejados miles de años de estos hechos y mucho más próximos a nosotros, como los famosos “300” de Hollywood. En la película Jerjes es una especie de extraña y monstruosa criatura, y los guerreros persas ni siquiera tienen rostros humanos, sino de bestias.

Y esto es así porque vivimos en una época donde la guerra es un espectáculo que el público ve filtrado en la pantalla de un televisor o de un ordenador, donde incluso al enemigo se le mata en ocasiones a miles de kilómetros de distancia mediante un dron controlado desde un satélite, un enemigo al que solo se observa como una señal en una de esas pantallas.

Los atenienses que formaban el público al que se dirigió la obra de Esquilo eran los guerreros que habían luchado en esa batalla, y sus familias que vieron entre lágrimas arder Atenas y esperaron angustiadas la suerte del combate. Y, sin embargo, fue ese público el que proclamó a “Los Persas” ganadora del primer premio del festival de Dionisio, el más importante evento literario de la ciudad de Atenas.
Representación de la batalla de Maratón en un sarcófago

Y, quizás, si les gustó tanto fue porque ellos no necesitaban que nadie les fabricara razones para ir a luchar. Ellos sí sabían por qué mataban y morían. Por eso no tenían que transformar a sus enemigos en monstruos. Por eso podían reconocer en la angustia de las madres persas su propia angustia y, como Esquilo y sus camaradas, ver el horror de su miedo, de su odio, de su furia y su desesperación grabados en los ojos de su enemigo un instante antes de hundir la espada en su carne y recibir en la cara su último aliento, mientras la luz de la vida se escapaba de esos mismos ojos. Y comprendieron que, en ese momento, no había nadie más unido a ellos, más próximo, más igual, que ese enemigo cuya vida acababan de arrebatar con sus propias manos.

Por eso jamás hubieran entendido que ningún gobernante, literato, o propagandista pretendiera arrebatarle su condición de ser humano. Porque también se la estaría arrebatando a ellos.



jueves, 8 de septiembre de 2022

Asinio Galo, el mesías equivocado

 



 Todo el mundo conoce al personaje principal de “La Vida de Brian”, la genial película de los Monty Python. Es un tipo normal al que confunden con Jesucristo desde el día que nace y que continuamente sufrirá que le llamen el Mesías, lo que atraerá sobre su persona un sinfín de desgracias bíblicas.

 Pero pocos saben que hubo un romano que pasó por una confusión parecida.

lunes, 11 de julio de 2022

Damascio; el último filósofo (del Mundo Clásico)

 

La Escuela de Atenas según Rafael

Seamos sinceros, Damascio, a quien dedicamos este artículo, no fue un gran filosofo. Solo conocemos de él la biografía que escribió de su maestro Isidoro y unos comentarios, más o menos interesantes, sobre algunas obras de Platón y Aristóteles. Su propio discípulo Simplicio lo describe en su Comentario a la física como “Un hombre apasionado por la investigación, que había realizado numerosos trabajos filosóficos agotadores”. El que parte de su obra haya llegado hasta nosotros se debe únicamente a la gran influencia del neoplatonismo en la escolástica cristiana medieval.

Pero ha pasado a la historia gracias a un triste y dudoso honor: ser el hombre que cerró por última vez la puerta de la Academia de Atenas, la que fundara Platón, y con ello puso fin, oficialmente, a lo que se ha llamado el Mundo Clásico.

De Damascio no conocemos siquiera su verdadero nombre, solo su apodo, “El de Damasco”, por lo cual sabemos que nació en esa ciudad, se cree que entre los años 460 y 462, coincidiendo con la destrucción de la estatua de Zeus que el escultor Fidias había construido para el templo de ese dios en Olimpia, desde donde había sido trasladada a Constantinopla. Otro símbolo de ese final de una era. Su familia debía tener bastantes recursos, ya que muy joven marchó junto a su hermano menor a Alejandría, donde aún funcionaba un remanente de la antigua Gran Biblioteca, para estudiar retórica con el maestro Teón. La retórica era considerada una parte fundamental de la formación para ejercer como abogado.

Durante su estancia, este reducto de la cultura clásica no dejó en ningún momento de sufrir los ataques de los cada vez más poderosos cristianos. El patriarca de Alejandría emprendió una dura campaña contra profesores y alumnos paganos, y el propio hermano de Damascio, Julián, fue detenido y flagelado ante la multitud, prueba que pasó, según Focio, sin emitir una sola queja.

Esta experiencia, sin duda, lo marcó. Permaneció en Alejandría durante 12 años, ahora ya como profesor él mismo de retórica, mientras estudiaba filosofía con los hijos del neoplatónico Hermias. Posteriormente, en el 482, se trasladó a Atenas, donde continuó su formación entre otros con Isidoro de Alejandría, con el que le unió una estrecha amistad.

Por entonces la Escuela de Atenas no era ni una sombra de lo que fue. Los filósofos formaban una pequeña comunidad, con frecuencia emparentada entre sí, que, cada vez más presionada por las autoridades religiosas, se reunía e impartía sus enseñanzas en casas particulares. A eso habían quedado reducidos la gran Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles.

Eran pocos, perseguidos y, para colmo y como suele suceder, no demasiado bien avenidos.  En el 485 muere Proclo, y le sucede como diádoco, jefe de la escuela, Marino de Neápolis, un samaritano que abandonó sus creencias en favor de la filosofía. Damascio, Isidoro y sus partidarios no lo tenían en muy alta estima, en parte porque trataba de contemporizar con las autoridades y le preocupaba mucho la marcha de los cada vez más escasos benefactores de la Escuela. Finalmente, harto de las amenazas cristianas y de la oposición interna, Marino huyó de Atenas.

Mosaico de Justiniano

En el 515 el propio Damascio fue elegido diádoco, y se esforzó en revitalizar aquella agonizante comunidad mientras hacía frente a la presión de los cristianos. Pero su tiempo ya había pasado. En el 529 el emperador Justiniano, buscando la unidad religiosa del imperio, emitió un edicto contra los no cristianos: judíos, herejes (corrientes no oficiales del propio cristianismo) y paganos. Prohibía que formaran parte del ejército, de la administración y que ejercieran la enseñanza, y les exigía “instruirse en la verdadera fe”. Esto suponía el final para la escuela de Atenas.

Damascio se vio obligado a clausurar aquella institución que, durante más de ochocientos años, había sido un referente del pensamiento, del debate y, en resumen, de la razón. Pero se negó a aceptar la conversión forzosa, y con su discípulo Simplicio y otros cinco compañeros marchó a la corte de del rey sasánida Cosroes I, que les ofreció asilo y protección, con la intención de reanudar allí sus actividades.

El escritor bizantino Agatías nos aporta el único testimonio conservado sobre el exilio de los siete filósofos:

Poco tiempo antes (con anterioridad a la llegada del embajador Areobindo y del filósofo Urania junto a Cosroes), Damascio el sirio, Simplicio el cilicio, Eulamio (o Eulalio) el frigio, Prisciano el lidio, Hermias y Diogenes, ambos de Fenicia, Isidoro de Gaza, todos ellos la flor más noble, hablando en términos poéticos, de los filósofos de nuestro tiempo, al no estar satisfechos de la opinión predominante entre los romanos en lo concerniente a lo divino, pensaron que el régimen político de los persas era mucho mejor.

Llama la atención que fueran justo 7 los exiliados, igual que los 7 sabios, las 7 maravillas y tantas otras listas, ya que 7 era el número de la suerte en Grecia y Roma. Eso hace pensar en una adaptación “poética”, en palabras del propio Agatías, de lo que sucedió.

Moneda de Cosroes I.

Pero, pese a la fama de Cosroes de soberano cultivado y justo, que se esforzaba en transmitir su propaganda, los filósofos exiliados no se adaptaron a las costumbres de los persas o, en mi opinión y tras leer el relato grecocentrita de Agatías, a ser poco más que una curiosidad en la corte sasánida. En el 532 Cosroes firmó un tratado de paz con Justiniano que permitía a los exiliados regresar, con la promesa de que no serían perseguidos por sus ideas. No se sabe con certeza qué fue de ellos tras su vuelta.

El neoplatonismo cristianizado fue la base de la teología medieval. Los propios persas, y luego los árabes, recogieron buena parte del legado del pensamiento del Mundo Clásico que, poco a poco, en especial gracias a instituciones como la Escuela de Traductores de Toledo, regresaría a Europa.

 

Fuentes:

Damascio y el cierre de la escuela neoplatónica de Atenas

Jose M. Zamora

 

Damascio, «Vida del filósofo Isidoro»: estudio preliminar, traducción y notas.

Álvaro Fernández Fernández.

lunes, 6 de junio de 2022

Fila, una mujer entre lobos

 


Entre los sucesores de Alejandro Magno, que se repartieron su imperio a dentelladas lobunas, destacan bravucones crueles, nobles orgullosos y astutos oficiales; todos dispuestos a matar por ser el sucesor del Magno, aunque fuese a pequeña escala. Pero, entre tanto lobo, se movió una mujer entre las sombras que alcanzó el respeto de todos por su buen juicio y fue mencionada por varios historiadores, un detalle con el sexo femenino nada usual entre los griegos. Además, fue la primera mujer griega nombrada reina (Basilisa) de forma oficial. 

 Sin embargo, acabó eligiendo una mala pareja con la que bailar en unos tiempos tan movidos.

Se llamaba Fila o File, como se quiera traducir del griego, que es lengua tan ambigua en significados como en pronunciación.

 

martes, 3 de mayo de 2022

Quinto Labieno; el Traidor

Aunque la publicidad de las obras de Shakespeare ha hecho que en nuestro acervo cultural actual Quintiliano aparezca como el traidor número uno a Roma, en la mente de los romanos, o al menos de los romanos de la época imperial, no era así. Ese puesto lo ocupaba alguien que actuó sin dudas ni complejos, y que jamás se arrepintió del camino que había tomado: Quintus Labienus. Para el romano medio simplemente: El Traidor.

Aureo emitido por Quinto Labieno con su retrato en un lado y un caballo parto sin jinete en el otro

No conocemos la fecha de nacimiento de Quinto Labieno, por ello no podemos saber con certeza qué papel desempeñó su padre, Tito Labieno, en su vida, pero sin duda fue importante, así que merece la pena que le dediquemos unas líneas.

Tito Labieno nació la región del Piceno, a principios del siglo I a C, miembro de una familia del ordo equester (en una equivalencia actual muy aproximada, de clase media), cliente (obligada por acuerdos de lealtad) con la familia de Pompeyo. Comenzó a destacar durante su brillante desempeño como Tribuno de la Plebe, en el 63 a C., al servicio de su patronus y de Cayo Julio Cesar, por entonces aliado de Pompeyo. César, reconociendo su indudable talento, lo llevó con él como legado a su campaña en las Galias, promoviéndolo hasta el puesto de “jefe de caballería”, su segundo en el mando, y confiándole la dirección de las operaciones cuando él estaba ausente.

Busto de Tito labieno, se puede apreciar
el gran parecido físico con su hijo.

Al estallar las hostilidades entre sus dos patrones, abandonó, previo aviso y con la conformidad de este, el bando de César y marchó junto a Pompeyo. Esto hizo caer sobre él las primeras acusaciones de traición que mancharían para siempre el apellido de la familia. Pero para entender esta decisión, y quizás también la que tomaría su hijo, hay que recordar que los Labieno eran, antes que nada, “clientes” de la gens de Pompeyo, de la mano del cual empezaron su carrera, así que, quizás, lo que se interpreta como una traición sea justo lo contrario; una muestra de lealtad.

Los orgullosos optimates a los que se había unido, lejos de reconocerle sus méritos como había hecho César, lo despreciaron por su bajo origen, ignorando sus consejos y negándole cualquier mando. Tras la derrota de Farsalia se retiró a África, donde continuó la lucha. Allí, por primera vez con tropas a sus órdenes, estuvo a punto de derrotar y acabar con César tras su chapucero desembarco en África. La sorpresiva intervención del mercenario Publio Sitio Nucerino lo evitó en el último momento, y tras la derrota de Tapso fue el único líder optimate que logró escapar y llegar a Hispania, donde se unió a los hijos de Pompeyo. En Munda luchó a su lado y allí encontró la muerte.

No sabemos si Quinto tenía edad para haber acompañado a su padre en alguna de aquellas campañas, pero sí que heredó su causa.

Tras el asesinato de César se une a los cesaricidas y es aquí cuando nos encontramos con las primeras referencias históricas sobre él. Según Dión Casio, lo enviaron como embajador a la corte del rey parto Orodes II, en busca de ayuda económica y militar para su causa. Orodes había demostrado simpatía por el bando pompeyano primero y por los cesaricidas después, principalmente porque César siempre había manifestado su intención de atacar Partia para vengar la derrota romana en Carras, y de hecho estaba preparando un ejército con el que invadir ese país cuando fue asesinado.

Festo, por el contrario, afirma que tras la derrota de Casio y Bruto en Filipos, huyó a Partia en busca de refugio.  Como sea, el hecho es que logró acceder a la corte y se ganó la confianza de su rey. Desde allí observó los acontecimientos, a la espera de una oportunidad que no tardó en presentarse.

Orodes II

Marco Antonio, dueño de las provincias romanas de Asia tras los acuerdos que dieron lugar al llamado Segundo Triunvirato, resultó ser un pésimo gobernante, que expolió sus dominios y malpagó a sus soldados mientras se dedicaba a una vida de lujo en Egipto junto a Cleopatra. Quinto persuadió a Orodes para que invadiera Siria, asegurándole que las ciudades lo recibirían como un libertador y que las tropas romanas de guarnición, muchas procedentes del ejército reunido por los cesaricidas y hartas de no cobrar, abandonarían a Marco Antonio y se unirían a Labieno por la fama y el buen recuerdo que había dejado su padre. Orodes le puso al mando de una gran fuerza invasora junto con su hijo, heredero, y principal general, Pancoro. (No hacía mucho, Pancoro había dirigido una rebelión frustrada contra su padre, sin embargo, este no se lo tomó demasiado a mal y no tardó en reconciliarse con él. A fin de cuentas, el propio Orodes había ascendido al trono tras asesinar a su padre y a su hermano, por lo cual debió ver en Pancoro un digno heredero dentro de la más genuina tradición parta). En las fuentes no queda claro quién de los dos ostentaba el mando.

En el 40 a.C. atacan Siria y las afirmaciones de Labieno no tardaron en demostrarse ciertas. Los soldados romanos de guarnición desertaron en masa y se pusieron a sus órdenes. Sin prácticamente oposición, ocupó la mayor parte de la provincia, incluida su ciudad más importante, Antioquía, proporcionando así a los partos su siempre anhelado acceso al mar Mediterráneo. El legado de Marco Antonio, Lucio Decidio Saxa, cayó prisionero y Quinto, mostrando la misma inclemencia que había caracterizado a su padre primero en las Galias y luego en la Guerra Civil, lo hizo ejecutar. El principio de la campaña no podría haber sido más exitoso.

Plato con una imagen del llamado "disparo parto".  Si los romanos destacaron por sus mosaicos, los partos lo hicieron por su orfebrería, y es en ella donde podemos encontrar la mejores representaciones de cómo se veían a sí mismos.

En este punto el ejército Parto se divide en dos. Pancoro, con el grueso de las tropas, marcha hacia el oeste, en dirección a Egipto, donde está Marco Antonio y cuya conquista también era un sueño de todos los gobernantes que sucedieron a los persas. Quinto Labieno, con las legiones que se le han unido y algunas unidades de caballería parta, se dirige hacia Asia Menor.

Rápidamente cae Cilicia y toda la costa, pero aquí empiezan a aparecer los problemas. Todo ejército necesita de grandes recursos para mantenerse, y estos deben obtenerse, inevitablemente, de la población civil, lo que implica que toda guerra supone un grave quebranto económico. Si a esto le unimos la legendaria dureza de los Labienos, la ferocidad de los partos y el ansia de botín de unas tropas romanas formadas básicamente por mercenarios que habían ido pasando de apoyar un caudillo a otro según su conveniencia, es comprensible que las ciudades asiáticas no tardaran en verse obligadas a afrontar una verdad universal: quien espera obtener la libertad de manos de otro, solo cambia de amo.

Y comparándola con la tiranía de sus nuevos “libertadores”, los ciudadanos de Asia comenzaron a añorar el gobierno caótico y corrupto de Marco Antonio.

Denario de Quinto Labieno, emitido, sin duda, 
para pagar a sus nada desinteresados soldados
.

Quinto Labieno tuvo que detener su avance hacia Europa y emplear sus fuerzas en castigar a las cada vez más numerosas ciudades rebeldes. Entre tanto no tuvo mejor ocurrencia que autodenominarse “partico”, como si se tratara del vencedor de los partos y no de un general a su servicio (o aliado con ellos, según el punto de vista de cada cual), acuñando incluso moneda (uno de los principales medios de propaganda política en aquel momento) con su retrato, como si fuera un gobernante romano genuino, aunque en la otra cara apareciera un caballo parto.

Este retraso dio tiempo a las fuerzas de Marco Antonio para reorganizarse bajo el mando de uno de los generales de más confianza de César y, con diferencia, el más preparado de cuantos sirvieron a Marco Antonio: Publio Ventidio Basso.

Denario emitido para pagar a los soldados de Ventidio, que tampoco luchaban gratis. En un lado aparece el busto de Marco Antonio, y en el otro una representación de Publio Ventidio Basso.

Ventidio es uno de los personajes más singulares de cuantos circularon por aquel violento periodo de conquistas y guerras civiles. El único hombre que recorrió las calles de Roma en Triunfo de las dos formas más diferentes posibles: la primera de niño, como cautivo tras el carro de Cneo Pompeyo Estrabón, el padre de Pompeyo el Grande, durante las guerras Sociales; la segunda como general triunfador tras derrotar a los partos en esta campaña. Su fidelidad a César, que fue quien reparó en sus capacidades y lo promovió, y su lógico odio a los Pompeyo marcaron su trayectoria durante las guerras civiles, y le llevaron a comandar las tropas que habían de enfrentarse al último de los seguidores de esta familia (al margen de Sexto Pompeyo): Quinto Labieno.

Cruzando rápidamente desde Grecia, cayó por sorpresa sobre Labieno, que se encontraba sitiando una ciudad rebelde con su infantería romana y sin sus aliados partos. Este se apresuró a retirarse hacia Siria en busca de la caballería parta, deteniéndose en los montes Tauro. El choque final se produjo en esta cordillera que separa la costa de la meseta central de Anatolia. Ambos ejércitos acamparon en sendas colinas fortificadas mientras esperaban unos refuerzos que llegaron de forma casi simultánea: Ventidio a su infantería pesada, Labieno a la caballería parta.

Plato parto en el que se ve a su caballería cargando.

Antes de que ambas fuerzas enemigas se reunieran, Ventidio atacó a los partos y luego se retiró usando una de las tácticas favoritas de estos: fingir pánico. Confiada, la caballería parta cargó contra el campamento romano en la cima de la colina, pero fueron recibidos por una lluvia de disparos de onda, mientras la infantería romana se lanzaba en masa ladera abajo, arroyando a los jinetes partos, muchos de los cuales murieron pisoteados por sus propios compañeros mientras trataban de huir.

Desde su campamento, Labieno contempló impotente el desastre, e intentó que sus hombres formaran para presentar batalla, pero se trataba de simples mercenarios dispuestos a seguir a quien les conviniera, pero no a jugarse la piel por nadie. Los que no desertaron para unirse a Ventidio emprendieron la huida, y Quinto Labieno se quedó solo.

Durante algún tiempo se ocultó en Cilicia disfrazado, hasta que las fuerzas romanas lo encontraron y lo ejecutaron, igual que él había hecho con Saxa y con tantos otros.

La traición es una cuestión de fechas, afirmó en su día Richelieu y repitió dos siglos después Talleyrand, otro político francés que se le parecía tanto que podría haber sido su reencarnación. Con ello querían decir que en política y en la vida para muchos, las lealtades son algo que caduca cuando las circunstancias cambian.  Yo añadiría que ser o no un traidor depende aún más de otro detalle; de si tienes éxito y eres tú quien escribe la historia.


Fuentes;

Dión Casio XLVIII

Pluratco, Vida de Antonio

Festo

Josefo,Las guerras de los judios-Antiguedades de los judios.

Veleyo Paterculo

Frontino, Estratagemas.


miércoles, 6 de abril de 2022

Expeditions: Rome

 


Si quieres un buen juego de roleo y aventura en el mundo romano, esta joya de Logic Artists es lo que andas buscando desde hace tiempo.

viernes, 4 de marzo de 2022

Leonidas de Rodas, el campeón

 


En la antigüedad, las ciudades griegas se odiaban entre ellas con una pasión digna de elogio. Tenían una larga tradición de guerras vecinales por cualquier tontería, porque el motivo era lo de menos; lo importante era el sentido de competición y lucha, el agon, que impregnaba toda la sociedad helena. Es normal que ese espíritu competitivo entre las ciudades tuviera también una variante religiosa, menos violenta y más deportiva. Así que en Grecia había una buena cantidad de eventos religiosos con competiciones incorporadas, donde las ciudades podían seguir celebrando sus rivalidades. Su mejor expresión eran los juegos en honor a Zeus, el dios supremo, celebradas en su santuario de Olimpia. Los atletas venidos de todo el mundo heleno podían alcanzar fama inmortal en su estadio si lograban la victoria, su nombre nunca sería olvidado y su ciudad los honraría durante toda su vida.

 Y luego estaba Leónidas de Rodas, que los eclipsó a todos.

martes, 8 de febrero de 2022

Francesc Sánchez, in memoriam

Por David P. Sandoval

Hay una edad a la que empiezas a perder amigos. No por bodas, hijos o viajes a otras partes. No. Porque mueren. Yo ya he pasado por muertes familiares bien pronto, pero de mis amigos cercanos, de momento, ninguno. Hasta hace poco.

jueves, 6 de enero de 2022

Bellum monetariorum; la gran rebelión de los corruptos

La corrupción en las administraciones públicas no es algo nuevo, por desgracia (otra cosa es su magnitud), sino que viene, como ya explicamos, de muuuuuy lejos, pero... ¿qué sucede si en una sociedad profundamente podrida alcanza el poder un hombre íntegro, un verdadero reformista incorruptible, dispuesto a sanear el estado cueste lo que cueste y a castigar a los que se aprovechan de los bienes públicos sin hacer ningún tipo de excepciones?

En algún artículo anterior ya os hablamos de Aureliano y de lo peligroso, e impopular, que puede llegar a resultar ser un héroe. Ahora vamos a contar lo que sucedió al poco de alcanzar el poder este honrado, capaz y enérgico gobernante que, tras salvar a Roma, acabaría asesinado a traición por sus propios guardaespaldas, convencidos por un político corrupto a punto de ser detenido de que los siguientes cuyos chanchullos iban a ser desenmascarados eran ellos.

Pero vayamos al principio de esta historia. El 270, año del ascenso de Aureliano al trono tras el fallecimiento en menos de dos años de sus dos antecesores por asesinato o enfermedad, estaba resultando ser un año especialmente malo dentro de un siglo, el III, tan desastroso para Roma que todo él es conocido como “La crisis del siglo III”. El imperio se había dividido en tres entidades independientes, con el llamado imperio Galo campando a sus anchas por occidente y el reino de Palmira dueño de la mayor parte de oriente, incluido Egipto. Los godos a duras penas habían logrado ser contenidos en los Balcanes por Aureliano y sus antecesores Galieno y Claudio II, cuando ya otras tribus bárbaras, como los sármatas y los vándalos, empezaban a cruzar el Danubio. Los alamanes merodeaban por el norte de Italia y, para colmo, el nuevo emperador debía enfrentarse a un rival elegido por el senado en Roma.

Semejante cúmulo de problemas, unido a la demostrada muy escasa esperanza de vida de los ocupantes del trono imperial, hubieran hecho que muchos se hubieran planteado si, realmente, merecía la pena ponerse al mando de una nave que hacía agua por todas partes y que parecía claro que no tardaría en irse a pique. Pero Aureliano era un hombre con un ánimo y una energía poco habituales. Mientras corría con su ejército de una frontera a otra para enfrentarse a las diversas tribus invasoras decidió también empezar a combatir lo que consideraba el verdadero origen de todos los males del Imperio: la ineficacia, corrupción y desprestigio de la administración y con ella de todo el estado.

Ceca romana.

Una de las muestras más claras de esa corrupción y de ese desprestigio era la situación de la moneda romana. El viejo denario de plata, símbolo del poder de la República y de los primeros siglos del Imperio, no era ya sino un vago recuerdo. Toda una serie de gobernantes habían encontrado una fácil solución al déficit permanente de las cuentas públicas en la emisión de cantidades cada vez mayores de monedas, que fueron perdiendo por ello tanto su valor como medio de cambio como su propio valor intrínseco en metales preciosos. Las últimas monedas emitidas solo contenían un 5% teórico de plata, y era necesario someterlas a un baño de ácido para que tuvieran algo de brillo. Y he dicho valor teórico porque en algunas, como las emitidas por la ceca (fábrica de moneda) central del imperio, la de Roma, este minúsculo porcentaje de plata aún se había reducida más, hasta el 3% e incluso menos.

Esta diferencia estaba causada por la corrupción de los responsables de la ceca, que se apropiaban de parte, casi de la mitad por lo visto, de la plata destinada a las emisiones, confiando, sin duda, en que, dado que la propia moneda era en sí un fraude perpetrado por el estado, nadie repararía en su fraude particular. Y, en efecto, hasta entonces había sido así, sobre todo porque contaban con la cobertura de políticos poderosos, miembros del senado, que se beneficiaban, y quizás dirigían, aquel robo masivo de recursos públicos.

Amparados por esa impunidad los funcionarios corruptos actuaban cada vez con mayor descaro. La propia calidad formal de la moneda se hundió, y los retratos de los emperadores grabados en esa época son tan malos que casi parecen caricaturas. Es muy probable que esto se debiera al nepotismo a la hora de seleccionar a los empleados de la ceca, primando la fidelidad a sus jefes y la aceptación de la corrupción reinante muy por encima de su capacidad para el trabajo. Algo que caracteriza a los estados profundamente corruptos es la creación por sus dirigentes de amplias redes clientelares, formadas por toda suerte de individuos a los que, a cambio del apoyo a sus líderes, se les permite robar un poco, recoger las migajas del gran pastel, y que terminan por constituir la verdadera base social de los gobernantes.
Monedas de Galieno y Claudio II.
Puede apreciarse el recortado de los bordes.


Ya no solo se alteraba la aleación de las monedas, sino que antes incluso de salir de la ceca estas eran disminuidas de peso recortándoles los bordes, quizás por los propios empleados que, amparados por el fraude generalizado cometido por sus jefes, se quedarían con estos recortes a modo de ingreso extra.

Todo esto no solo lo conocemos por las fuentes de la época (Aurelio Víctor, Eutropio, la Historiae Augustae), la arqueología ha demostrado que la cantidad de planta de las monedas emitidas en ese momento en Roma era sensiblemente inferior, hasta un 54%, a las de otras cecas, como las de Tarraco o Antioquía.

No se sabe bien cómo empezó la revuelta, aunque todas las fuentes están de acuerdo en que el detonante fue la detención en el 271, apenas unos meses después de la ascensión al poder de Aureliano, de Felicissimus (buen nombre para un golfo) el rationalis, es decir el responsable, del tesoro de imperial, algo así como el ministro de hacienda actual, entre cuyas funciones estaba supervisar la ceca de Roma. Esta detención, sin duda, desató el pánico entre sus subordinados y entre sus superiores y cómplices en el senado, que temerían ser los siguientes.

Coincidiendo con estos hechos, Aureliano sufrió la única derrota militar de toda su carrera. Tras aplastar por completo a los godos, y obligar a los vándalos, sármatas y demás a retirarse más allá del Danubio, se encaminó a toda velocidad hacia Italia, de cuyo norte se habían apoderado los alamanes y jutungos, que ahora habían cruzado el Po y se dirigían a Roma. Pero por el camino sufrió una emboscada de estas tribus en un bosque cerca de la ciudad de Placentia (¿tal vez alguien les puso al tanto de la ruta que iba a recorrer?) que masacraron y desbandaron su ejército.
El pánico se extendió por la capital, y quizás los políticos corruptos aprovecharon que su perseguidor parecía haber sido puesto fuera de juego para dirigir una gran revuelta y tratar de alzarse con el poder. Ya sé que resulta un poco extraño que una población se lance a un conflicto interno con el enemigo marchando sin oposición hacia sus puertas, pero quizás no lo parezca tanto si tratamos de ver el asunto desde la perspectiva de sus protagonistas. Los políticos y funcionarios corruptos tenían claro que con Aureliano no había nada que negociar, y si este continuaba en el poder su única expectativa de futuro era la espada del verdugo, una reunión con las fieras en la arena del anfiteatro o formar parte de la decoración de alguna calzada colgando de una cruz, según fuera su condición social. Por el contrario, con los jefes de las tribus bárbaras siempre era posible intentar alcanzar un acuerdo y comprar su retirada a cambio de una elevada cantidad de dinero (público, por supuesto).

Pero para que la rebelión alcanzara la magnitud que alcanzo era preciso que se les uniera una parte considerable de la población de la ciudad, ya que los funcionarios de la ceca apenas sumarían un par de centenares. ¿Qué podía llevar a simples ciudadanos a alzarse en apoyo de dirigentes corruptos y en contra de quien trataba de salvarlos y de sanear la administración? Es de suponer que, y como siempre, fue el miedo, la ignorancia y la desesperación. A los graves problemas que arrastraba el imperio desde hacía décadas, en Roma se había unido ahora el hambre. Cenobia de Palmira se había apoderado de Egipto, cortando el suministro de grano a la capital, provocando una brutal crisis de abastecimientos. A los políticos corruptos no debió de costarles mucho atraerse a un buen número de seguidores contándoles de que la culpa de sus males era de ese camorrista y feroz emperador procedente de Iliria, al que en Roma prácticamente nadie había visto nunca, y que ellos, políticos bien conocidos, senadores, negociarían acuerdos con Cenobia y con los bárbaros, resolviendo así todo fácil y rápidamente, sin ningún costo ni sacrificio. Justo lo mismo que los políticos siguen contando ahora y que la gente sigue esforzándose en creer.

Pero cometieron un error de cálculo, el mayor y más común de los errores: menospreciar a su enemigo. Aureliano podía haber sido derrotado, pero no vencido: rápidamente volvió a reunir a sus tropas, las reorganizo y les infundió ánimos. Luego, aprovechando que las tribus de alamanes y jutungos, sintiéndose seguros tras su victoria, se habían desperdigado por las llanuras centrales de Italia dedicándose al pillaje, los atacó por sorpresa, aniquilándolos.
Germanos ocupados... en sus cosas de germanos.

Después de esa victoria, era el turno de los rebeldes de la capital.

Mientras Aureliano perseguía a los alamanes y a los pocos sobrevivientes de los jutungos, envió a parte de sus tropas para que aplastaran el motín. Estas se unieron a las cohortes urbanas, que hasta entonces no parece que hubieran hecho gran cosa, y se prepararon para retomar el control de la capital. Los rebeldes, por su parte, sabedores de lo que les esperaba con Aureliano, se atrincheraron en el monte Celio, una de las siete colinas originales de Roma. La batalla consiguiente derivó, como era de esperar, en una masacre, que nos dice mucho sobre la desesperación que se había adueñado de la población de la capital del imperio. Las fuentes hablan de siete mil muertos, aunque no aclaran si entre los amotinados, los soldados o ambos.

La ceca de Roma fue clausurada, Felicissimus terminó ajusticiado, y con él muchos de sus cómplices y colaboradores, incluidos senadores corruptos, algo que el senado jamás le perdonaría a Aureliano. Posteriormente este reunificaría el imperio, destruyendo a los galo-romanos y a Palmira, reanudando así el suministro de grano a Roma. También trataría de restaurar, en la medida de lo posible, la moneda, y de reducir la gigantesca e inútil burocracia, extirpando de raíz y sin concesiones la corrupción para recuperar la eficacia de la administración.
Busto de Aureliano y reconstrucción digital de su rostro.

Pero sería esta última lucha, la guerra contra la corrupción, la que sellaría su destino. El brillante general que derrotó, uno a uno, a todos los enemigos de Roma; el gran guerrero del que se decía que había matado a más de mil oponentes en combate; el héroe incorruptible..., alcanzaría su final apuñalado por la espalda por sus propios y corruptos guardaespaldas cuando más indefenso se encontraba, agachado para beber junto a un arroyo.