Cuando decidí
realizar una serie de pequeñas crónicas criminales sobre el mundo antiguo sabía
que tendría que ocuparme de personajes bastante menos edificantes que los
héroes de las primeras páginas de la historia. Pero, aun comprendiendo eso, hay
algunos frente a los que no puedo evitar sentir una desagradable sensación de
desasosiego, casi de vértigo. Una desazón originada al comprender que quien
cometió tales actos era alguien como nosotros, como nuestros familiares,
amigos, vecinos y compañeros de trabajo, como cualquiera de las personas con
las que nos cruzamos por la calle o tratamos a diario. Como usted y como yo.
Ya lo dijo
Schopenhauer: «El hombre es, en el fondo, un animal terrible y cruel.
Nos engaña el hecho de que haya sido aparentemente domesticado y educado por
eso que llamamos “civilización”»
Porque
Krateuas era un hombre civilizado, un erudito capaz de hacer palidecer a tantos
doctores maléficos de la realidad o la ficción cuyos nombres, al contrario que
el suyo, a todos nos resultan familiares. Desde Menguele, a una infinita
variedad de científicos desquiciados y/o geniales con que nos han obsequiado
tanto la literatura como el cine: Frankenstein, Jekyll, Fausto, Moreau…
Y es que antes
que todos ellos, en los albores del pensamiento científico y racional, existió
un “investigador” cuyos experimentos, fría y meticulosamente diseñados y reseñados
por él mismo, aún son capaces de ponernos —sí, a nosotros, curtidos
espectadores de casquería cinematográfica y televisiva de todo tipo y pelaje—
los pelos de punta.