domingo, 19 de febrero de 2023

Domicio Afer; el abogado sin escrúpulos


Abogado sin escrúpulos, sí, ya lo sé, parece una redundancia, pero no es de eso de lo que trata este artículo, sino de saber hablar… y saber callarse.

En el primer siglo de nuestra era el arte de la oratoria, una de las disciplinas más valoradas en las desaparecidas democracias de Grecia y Roma, había entrado en franca decadencia. Desde que Sila, César y Octavio demostraran que la forma más eficaz de ganar una acalorada discusión en el senado no era el sonido de un hermoso y bien fundado discurso, sino el chirrido de las espadas de los legionarios al salir de sus vainas, la oratoria política había quedado reducida a un recargado ejercicio de adulación, en el que se imponía aquel que fuera capaz de hilar la mayor serie de hiperbólicas alabanzas a quien estuviera en el poder.

En cuanto al otro ámbito en el que siempre habían destacado los oradores, los tribunales, los grandes juicios que permitieron a hombres como Cicerón destacar e iniciar un brillante cursus honorum ahora estaban estrechamente controlados por los emperadores, por lo que si querías participar debías plegarte a sus deseos, y los pequeños solo daban para ganarse malamente la vida.

Pero aún en este oscuro ambiente hay quien es capaz de brillar, aunque no sea más que por su absoluta falta de escrúpulos, y ese fue Domicio Afer.

Afer nació en el 16 a.C. en Nemausus. Actual Nimes, en la Galia. Muy pronto se trasladó a Roma, probablemente de la mano de su primo, Publio Cornelio Dolabela. Los Cornelio Dolabela eran una de las familias patricias más importantes de Roma, y el padre de nuestro Publio, del mismo nombre, había sido entre otras cosas yerno de Cicerón. Él mismo llegó a cónsul y a procónsul de África bajo el mandato de Tiberio, donde consiguió acabar con el escurridizo líder rebelde Tacfarinas.

Así que nuestro protagonista empezó su carrera desde una modesta ciudad de provincias, sin nada… aparte de un espectacular enchufe familiar. Un clásico.

Su discípulo y también gran orador Marco Fabio Quintiliano definió su estilo como lento, grave, de emoción contenida, en el que usaba un lenguaje adaptado a su público, por lo que tanto podía ser de un culteranismo recargado como sencillo y familiar. Siempre aliñado, eso sí, con un sentido del humor cáustico, burlón y cruel con sus víctimas. Esa sería su “marca de la casa” oratoria.

Su gran oportunidad llegó cuando Tiberio, ya en las postrimerías de su reinado y sumido en plena demencia conspiranoica tras la traición de Sejano y el asesinato de su hijo, le encargó la acusación ante el senado de Claudia Pulcra, la exmujer de Publio Quintilio Varo (sí, el de Teutoburgo) por adulterio y uso de artes mágicas para intentar asesinar al emperador. En realidad estos juicios eran una mera pantomima, ya que ni el senado ni nadie se iba a atrever a esas alturas a oponerse a los deseos de Tiberio, pero este apreciaba que sus acusadores representaran bien su papel y, en especial, que no perdieran la oportunidad de humillar a sus enemigos, justo el campo en el que Afer destacaba más.

Tras conseguir la condena de la madre, Tiberio fue a por su único hijo, Publio Quintilio Varo “El Joven”, una de sus costumbres en esta etapa final de desenfreno vengativo, y una vez más pudo contar con la entusiasta colaboración de Domicio After, que en esta ocasión dispuso de la ayuda de su primo.


El asunto resulta aún más sombrío si tenemos en cuenta que Publio Cornelio Dolabela era hijo de la hermana de Varo y, por lo tanto, todos eran parientes.

La familia de Varo, sin embargo, era un objetivo secundario, casi podríamos decir que un daño “colateral”, para Tiberio. A quien de verdad tenía en el punto de mira era a Agripina, buena amiga de Claudia Pulcra, que, gracias en parte a las “revelaciones” hechas por Domicio After en estos procesos terminaría muriendo de hambre durante su cautiverio en una isla olvidada.

Este fue el momento de gloria de nuestro protagonista, que se convirtió en el orador de moda, al que todos deseaban contratar como abogado, básicamente porque pocos tribunales iban a atreverse a fallar en su contra sabiendo que era un protegido de Tiberio. Gracias a eso llegó a amasar una más que considerable fortuna.

Pero en la política las cosas pueden cambiar de un día para otro. Tiberio era un anciano, que, con un poco de ayuda, no tardó en dejar este mundo, y su sucesor fue Cayo César Augusto Germánico, más conocido por el cariñoso apelativo de "Botitas", Calígula, el hijo de Agripina. Y este, aunque aún no había sufrido la enfermedad que desencadenaría en él una afición al asesinato en masa que haría a todos añorar los buenos tiempos de las masacres de su tío, ya apuntaba maneras.

La pérdida de su madre, y más en aquellas terribles circunstancias, fue un acontecimiento que, sin duda, marcó su vida. Hizo que repatriasen sus cenizas, les dedicó grandes honras fúnebres e, incluso, hizo acuñar monedas con su efigie. Luego empezó a ocuparse de sus asesinos.

 A Domicio Afer no tardó en llegarle la hora, y de su acusación ante el senado se ocupó en persona el propio Calígula, una muestra de lo mucho que valoraba su figura y el papel que había desempeñado en lo sucedido.

Uno pensaría que las posibilidades de Domicio de sobrevivir eran las mismas que si se hubiera caído sin paracaídas desde un avión a diez mil metros de altura, después de ingerir veneno y recibir una docena de cuchilladas y disparos, pero nuestro protagonista demostró que, aparte de un canalla, realmente era buen abogado. Y, por increíble que parezca, logró encontrar la línea de defensa que le permitió salir de aquella situación incólume: hacerlo fatal.


Durante todo el proceso permitió que Calígula lo vapuleara a gusto, una y otra vez se quedó sin palabras ante la brillante argumentación de su rival, sus bromas carecían de gracia, resultaban inofensivas, cuando no contraproducentes, y con frecuencia le fueron devueltas con lo que hoy llamaríamos “zascas” espectaculares. Al acabar el ego adolescente del nuevo emperador estaba tan satisfecho por su indiscutible victoria sobre el considerado mejor orador de su tiempo que olvidó sus deseos de venganza y lo perdonó. Incluso llegaron a colaborar y, sumido ya en plena locura asesina, lo nombró cónsul.

Los últimos años de su vida transcurrieron plácidamente disfrutando de su fortuna y dando clases de retórica. A su muerte, legó sus bienes a los hijos de una de sus víctimas, un antiguo amigó íntimo al que arruinó y llevó a la muerte, la única muestra, aunque póstuma, de escrúpulos que dio en toda su vida.

lunes, 9 de enero de 2023

Gates of Troy, renacer de un clásico

 


 


Hoy hablaremos de un clásico de la estrategia, con casi veinte años a su espalda (es del 2004), que ha sido renovado a los Windows actuales y puesto de nuevo en el mercado a un precio barato, barato, señora: El venerable “Gates of troy”, que  fue el último de la trilogía empezada por Legion, del que ya hemos hablado.

lunes, 12 de diciembre de 2022

Mevia, la mujer que cazaba jabalíes en el Coliseo con una teta al aire

Alfonso Mañas

2.055 palabras, 12 minutos de lectura  


A finales de octubre el nombre de Mevia se puso de actualidad debido a que una docuserie de un conocido canal de historia le dedicó un episodio completo. Sin embargo, la información que daban no tenía nada que ver con la verdad histórica (decían que era una gladiadora, y una ciudadana que libremente había elegido esa profesión), por lo que esta entrada servirá para conocer a la Mevia real.

viernes, 4 de noviembre de 2022

Los Persas de Esquilo; el enemigo también es humano

Todos los que nos dedicamos, con mejor o peor voluntad y acierto, a eso de la literatura histórica tenemos una deuda con Esquilo, el autor de la obra de teatro más antigua conservada que es, a su vez, el primer drama histórico que ha llegado hasta nosotros: “Los Persas”.

Pero esta obra no solo es importante por su carácter iniciático o su antigüedad, ni siquiera por el transcendental momento histórico que nos narra, si no por cómo nos lo cuenta.

Antes de entrar en materia pongámonos en antecedentes. Esquilo, su autor, era miembro de una acomodada familia de la nobleza ateniense, dueña de tierras en una de las regiones más ricas del Ática, Eulises. Todo parecía indicar que dedicaría su vida a la administración del rico patrimonio familiar mientras ocupaba el tiempo de ocio en banquetes regados con vino aguado, guerras con las ciudades vecinas y alguna incursión en la política, muy animada desde que, siendo Esquilo un adolescente, Clístenes derrocara al último de los tiranos de Atenas e instaurara la democracia.

Pero todo este cómodo y previsible futuro se vio trastocado cuando estalló la revuelta de las ciudades griegas de Asia. Estas habían caído bajo el control del Imperio Persa cuando el rey de Lidia, de quien dependían, no tuvo mejor idea que atacar a Ciro el Grande y este lo derrotó sin paliativos, anexionándose sus territorios. Ciro y su sucesor, Darío, permitieron a las ciudades griegas conservar su autonomía y las trataron, en general, con mucho tacto, pero esto no evitó que se sintieran cada vez más incómodas dentro del imperio, ya que creían que este favorecía a otros actores económicos integrados en el mismo, como los comerciantes fenicios.

La revuelta estalló en el 499 a.C. encabezada por el tirano de Mileto, y la democrática Atenas envió una flota en su ayuda. Los griegos obtuvieron algunos éxitos iniciales, incluida la conquista de Sardes, capital de la satrapía, que fue incendiada y su población masacrada o esclavizada, pero Darío no tardó en reaccionar, aplastando la rebelión y arrasando Mileto como respuesta a lo sucedido en Sardes.

Aquello, naturalmente, no acabó ahí, al contrario. El ciclo de odio y venganzas apenas si se había puesto en marcha.

Escombros de Atenas retirados tras su destrucción por los persas
Darío decidió castigar a Atenas por su intervención y en el 490 el ejército persa desembarcó en una playa cuyo nombre ya forma parte del imaginario mundial: Maratón. Y allí acudieron a enfrentarse a él los atenienses, entre ellos Esquilo y sus hermanos Ameinias y Cynegeirus. Este último, el mayor, fue uno de los generales atenienses y el héroe de la jornada, muriendo al tratar de impedir que las naves persas zarparan para dirigirse a Atenas. Más sangre, más muerte, más dolor, más odio. En venganza por la derrota de Maratón, los persas incendiarían la propia Atenas, luego vendrían la respuesta griega en Salamina, batalla en la que destacaría el otro hermano de Esquilo, Ameinias, comandante del trirreme que encabezó el ataque contra la flota persa y que, al parecer, dio personalmente muerte al almirante persa, y persiguió a la famosa Artemisia, que lograría huir usando una táctica, cuanto menos, imaginativa.

Ameinias perdió una mano en combate, pero su hermano Esquilo continuó luchando hasta la victoria definitiva en Platea.

Matar no es fácil, al menos para aquellos de nosotros que no hemos tenido la suerte o la desgracia de nacer o convertirnos en psicópatas. E incluso a estos les cuesta cometer sus primeros crímenes. Por eso, desde siempre, para lograr transformarnos en asesinos se ha recurrido a deshumanizar, a convertir en bestias, en monstruos, a nuestros enemigos. Esto es así desde que se tiene noticias de la primera guerra, pero fue en el siglo XX, con la aparición de la “psicología de masas”, cuando esta idea alcanzó su mayor desarrollo, acompañada por la creación de un armamento que, por primera vez, permitía matar al enemigo sin mirarlo a la cara, con frecuencia sin ni siquiera verlo. Y desde los un tanto burdos carteles de la Primera Guerra Mundial el sistema ha seguido evolucionando hasta las algo más refinadas técnicas de hoy en día.

En estas circunstancias parece lógico pensar que cuando Esquilo se decidió a escribir sobre la guerra elaboraría un panfleto a favor de Atenas en el que los persas serían anatemizados como el siniestro invasor que eran, enemigos de todos los principios básicos de la decencia humana. De hecho esto es lo que había hecho, no mucho tiempo antes, el también dramaturgo Frínico con su obra “La destrucción de Mileto”, hoy perdida. Pero eso no es en absoluto lo que sucede en “Los Persas”. Esquilo decide dar voz al enemigo y contar lo sucedido desde su punto de vista. Y no solo eso: el protagonista no es un valiente guerrero, ni un heroico general, sino una mujer, una madre que espera angustiada noticias de la suerte de la batalla y, con ella, de su hijo. Y no una madre persa cualquiera, es Atossa, la madre del hombre que decretó la destrucción de los griegos, del enemigo por antonomasia, de Jerjes.

Reconstrucción del rostro de Atossa
Atossa, en su hogar, en el palacio de Susa, junto a su corte de nobles, aguarda sumida en el miedo y la incertidumbre. Hasta que llega un agotado mensajero que le comunica las más terribles noticias. El ejército y la flota persa han sido aniquilados en la batalla de Salamina, cuyas dramáticas circunstancias describe con detalle. El número de muertos es incontable. Lentamente, desgrana la lista de los generales y altos oficiales fallecidos, cuyos nombres son acompañados por un coro de lamentos procedente de sus familiares y amigos. Jerjes, por fortuna, ha sobrevivido y está en camino. Conmocionada, Atossa acude a visitar la tumba de su marido, Darío, con cuyo fantasma charla sobre lo sucedido. Este le señala al responsable del desastre: Jerjes, su hijo, cuya impiedad y soberbia ha traído la desgracia sobre los persas.

Finalmente este llega a la corte, pero se niega a reconocer sus errores. Discuten y, lentamente, el gran Jerjes, el emperador todopoderoso, comprende que es él el único culpable de su desgracia, no los griegos ni los dioses. Y con ello se transforma en un ser más humano, más próximo a todos nosotros.

Comparemos este relato con otros, alejados miles de años de estos hechos y mucho más próximos a nosotros, como los famosos “300” de Hollywood. En la película Jerjes es una especie de extraña y monstruosa criatura, y los guerreros persas ni siquiera tienen rostros humanos, sino de bestias.

Y esto es así porque vivimos en una época donde la guerra es un espectáculo que el público ve filtrado en la pantalla de un televisor o de un ordenador, donde incluso al enemigo se le mata en ocasiones a miles de kilómetros de distancia mediante un dron controlado desde un satélite, un enemigo al que solo se observa como una señal en una de esas pantallas.

Los atenienses que formaban el público al que se dirigió la obra de Esquilo eran los guerreros que habían luchado en esa batalla, y sus familias que vieron entre lágrimas arder Atenas y esperaron angustiadas la suerte del combate. Y, sin embargo, fue ese público el que proclamó a “Los Persas” ganadora del primer premio del festival de Dionisio, el más importante evento literario de la ciudad de Atenas.
Representación de la batalla de Maratón en un sarcófago

Y, quizás, si les gustó tanto fue porque ellos no necesitaban que nadie les fabricara razones para ir a luchar. Ellos sí sabían por qué mataban y morían. Por eso no tenían que transformar a sus enemigos en monstruos. Por eso podían reconocer en la angustia de las madres persas su propia angustia y, como Esquilo y sus camaradas, ver el horror de su miedo, de su odio, de su furia y su desesperación grabados en los ojos de su enemigo un instante antes de hundir la espada en su carne y recibir en la cara su último aliento, mientras la luz de la vida se escapaba de esos mismos ojos. Y comprendieron que, en ese momento, no había nadie más unido a ellos, más próximo, más igual, que ese enemigo cuya vida acababan de arrebatar con sus propias manos.

Por eso jamás hubieran entendido que ningún gobernante, literato, o propagandista pretendiera arrebatarle su condición de ser humano. Porque también se la estaría arrebatando a ellos.



jueves, 8 de septiembre de 2022

Asinio Galo, el mesías equivocado

 



 Todo el mundo conoce al personaje principal de “La Vida de Brian”, la genial película de los Monty Python. Es un tipo normal al que confunden con Jesucristo desde el día que nace y que continuamente sufrirá que le llamen el Mesías, lo que atraerá sobre su persona un sinfín de desgracias bíblicas.

 Pero pocos saben que hubo un romano que pasó por una confusión parecida.