Todos los que nos dedicamos, con mejor o peor voluntad y acierto, a eso de la literatura histórica tenemos una deuda con Esquilo, el autor de la obra de teatro más antigua conservada que es, a su vez, el primer drama histórico que ha llegado hasta nosotros: “Los Persas”.
Pero esta obra no solo es importante por su carácter iniciático o su antigüedad, ni siquiera por el transcendental momento histórico que nos narra, si no por cómo nos lo cuenta.
Antes de entrar en materia pongámonos en antecedentes. Esquilo, su autor, era miembro de una acomodada familia de la nobleza ateniense, dueña de tierras en una de las regiones más ricas del Ática, Eulises. Todo parecía indicar que dedicaría su vida a la administración del rico patrimonio familiar mientras ocupaba el tiempo de ocio en banquetes regados con vino aguado, guerras con las ciudades vecinas y alguna incursión en la política, muy animada desde que, siendo Esquilo un adolescente, Clístenes derrocara al último de los tiranos de Atenas e instaurara la democracia.
Pero todo este cómodo y previsible futuro se vio trastocado cuando estalló la revuelta de las ciudades griegas de Asia. Estas habían caído bajo el control del Imperio Persa cuando el rey de Lidia, de quien dependían, no tuvo mejor idea que atacar a Ciro el Grande y este lo derrotó sin paliativos, anexionándose sus territorios. Ciro y su sucesor, Darío, permitieron a las ciudades griegas conservar su autonomía y las trataron, en general, con mucho tacto, pero esto no evitó que se sintieran cada vez más incómodas dentro del imperio, ya que creían que este favorecía a otros actores económicos integrados en el mismo, como los comerciantes fenicios.
La revuelta estalló en el 499 a.C. encabezada por el tirano de Mileto, y la democrática Atenas envió una flota en su ayuda. Los griegos obtuvieron algunos éxitos iniciales, incluida la conquista de Sardes, capital de la satrapía, que fue incendiada y su población masacrada o esclavizada, pero Darío no tardó en reaccionar, aplastando la rebelión y arrasando Mileto como respuesta a lo sucedido en Sardes.
Aquello, naturalmente, no acabó ahí, al contrario. El ciclo de odio y venganzas apenas si se había puesto en marcha.
Escombros de Atenas retirados tras su destrucción por los persas |
Ameinias perdió una mano en combate, pero su hermano Esquilo continuó luchando hasta la victoria definitiva en Platea.
Matar no es fácil, al menos para aquellos de nosotros que no hemos tenido la suerte o la desgracia de nacer o convertirnos en psicópatas. E incluso a estos les cuesta cometer sus primeros crímenes. Por eso, desde siempre, para lograr transformarnos en asesinos se ha recurrido a deshumanizar, a convertir en bestias, en monstruos, a nuestros enemigos. Esto es así desde que se tiene noticias de la primera guerra, pero fue en el siglo XX, con la aparición de la “psicología de masas”, cuando esta idea alcanzó su mayor desarrollo, acompañada por la creación de un armamento que, por primera vez, permitía matar al enemigo sin mirarlo a la cara, con frecuencia sin ni siquiera verlo. Y desde los un tanto burdos carteles de la Primera Guerra Mundial el sistema ha seguido evolucionando hasta las algo más refinadas técnicas de hoy en día.
En estas circunstancias parece lógico pensar que cuando Esquilo se decidió a escribir sobre la guerra elaboraría un panfleto a favor de Atenas en el que los persas serían anatemizados como el siniestro invasor que eran, enemigos de todos los principios básicos de la decencia humana. De hecho esto es lo que había hecho, no mucho tiempo antes, el también dramaturgo Frínico con su obra “La destrucción de Mileto”, hoy perdida. Pero eso no es en absoluto lo que sucede en “Los Persas”. Esquilo decide dar voz al enemigo y contar lo sucedido desde su punto de vista. Y no solo eso: el protagonista no es un valiente guerrero, ni un heroico general, sino una mujer, una madre que espera angustiada noticias de la suerte de la batalla y, con ella, de su hijo. Y no una madre persa cualquiera, es Atossa, la madre del hombre que decretó la destrucción de los griegos, del enemigo por antonomasia, de Jerjes.
Reconstrucción del rostro de Atossa |
Finalmente este llega a la corte, pero se niega a reconocer sus errores. Discuten y, lentamente, el gran Jerjes, el emperador todopoderoso, comprende que es él el único culpable de su desgracia, no los griegos ni los dioses. Y con ello se transforma en un ser más humano, más próximo a todos nosotros.
Comparemos este relato con otros, alejados miles de años de estos hechos y mucho más próximos a nosotros, como los famosos “300” de Hollywood. En la película Jerjes es una especie de extraña y monstruosa criatura, y los guerreros persas ni siquiera tienen rostros humanos, sino de bestias.
Y esto es así porque vivimos en una época donde la guerra es un espectáculo que el público ve filtrado en la pantalla de un televisor o de un ordenador, donde incluso al enemigo se le mata en ocasiones a miles de kilómetros de distancia mediante un dron controlado desde un satélite, un enemigo al que solo se observa como una señal en una de esas pantallas.
Los atenienses que formaban el público al que se dirigió la obra de Esquilo eran los guerreros que habían luchado en esa batalla, y sus familias que vieron entre lágrimas arder Atenas y esperaron angustiadas la suerte del combate. Y, sin embargo, fue ese público el que proclamó a “Los Persas” ganadora del primer premio del festival de Dionisio, el más importante evento literario de la ciudad de Atenas.
Representación de la batalla de Maratón en un sarcófago |
Y, quizás, si les gustó tanto fue porque ellos no necesitaban que nadie les fabricara razones para ir a luchar. Ellos sí sabían por qué mataban y morían. Por eso no tenían que transformar a sus enemigos en monstruos. Por eso podían reconocer en la angustia de las madres persas su propia angustia y, como Esquilo y sus camaradas, ver el horror de su miedo, de su odio, de su furia y su desesperación grabados en los ojos de su enemigo un instante antes de hundir la espada en su carne y recibir en la cara su último aliento, mientras la luz de la vida se escapaba de esos mismos ojos. Y comprendieron que, en ese momento, no había nadie más unido a ellos, más próximo, más igual, que ese enemigo cuya vida acababan de arrebatar con sus propias manos.
Por eso jamás hubieran entendido que ningún gobernante, literato, o propagandista pretendiera arrebatarle su condición de ser humano. Porque también se la estaría arrebatando a ellos.
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