Hace no demasiado tiempo, un grupo de científicos decidió hacer un experimento para comprobar si los seres humanos somos honrados por naturaleza y es la sociedad la que nos va corrompiendo o, por el contrario, ya desde la cuna tenemos la deshonestidad a flor de piel.
Se seleccionó un grupo de niños menores de dos años y se les mostró un pequeño teatrillo. En él, un pobre hombre trataba de alzar una pesada carga sin conseguirlo, hasta que aparecía un segundo individuo que se apresuraba a ayudarle entre el regocijo del público. Entonces, un tercer actor entraba en escena, y se dedicaba a obstaculizar los esfuerzos de los anteriores, haciéndoles todo tipo de perrerías para disgusto de la infantil audiencia, que en muchos casos incluso se echaba a llorar. Al terminar la actuación, lo dos actores, el héroe y el villano, pedían simultáneamente un abrazo al público. Todos los niños, sin fallar ni uno, acudían donde el héroe, mientras que el villano se quedaba solo.
Perfecto, qué buenos somos.
Pero en la siguiente representación, al acabar, el villano ofrecía a los niños una galleta y el héroe nada. La mayoría de los niños ignoraba el ofrecimiento y acudía a abrazar al personaje positivo, pero un veinte por ciento decidió ir a por la galleta. Este porcentaje serían los hipercorruptibles.
A partir de aquí, el villano fue incrementando su oferta: dos, tres, cuatro galletas… Y cada vez era mayor el número de niños que se dejaban tentar. Hasta llegar a la cifra mágica: ocho galletas. Por ocho galletas, todos los tiernos infantes se olvidaron de héroe y se acercaron al villano.
Así que sí; todos tenemos un precio: ocho galletas, o el equivalente cuando somos adultos.
Los políticos o los policías, por poner un ejemplo, no son más corruptos que otros sectores, simplemente, les ofrecen más galletas. O son profesiones que, por su naturaleza, atraen a aquellos que gustan de las galletas.
La corrupción es, por tanto, tan antigua como la humanidad. Pero fueron los romanos, como en tantas otras cosas, los primeros en tratar de encontrar una forma efectiva de combatir esta lacra, decididos a compensar la tentación de las galletas fáciles con el temor a los castigos terribles.
Pero el problema con el que se encontraron, y nos seguimos encontrando, es que a los legisladores que deben hacer las leyes y a los jueces encargados de aplicarlas… también les gustan las galletas.
¿Cuándo empezó esta enloquecida carrera entre palos y zanahorias? Pues por un azar de la historia, resulta que lo sabemos: empezó con un tipo llamado Marco Postumio Pirgense.
Pongámonos en antecedentes. Estamos en Roma, a finales del siglo III a. C., en plena Segunda Guerra Púnica. Y las cosas no pintan nada bien para los romanos.
Aníbal ha ido pasándose por la piedra a cuantas legiones se le han puesto por delante, y en la última batalla, en Cannas, ha aniquilado a la práctica totalidad de las tropas romanas en Italia.
Ahora toca reconstruir el ejército, reequiparlo… y no hay hombres ni dinero. Para colmo, los soldados destinados en lugares tan lejanos como Sicilia, Cerdeña o Hispania reclaman refuerzos, suministros y pagas. Y ya no se pueden subir más los impuestos a una población arrasada por las derrotas, los saqueos del enemigo y las continuas levas.
Entonces, alguien tuvo la idea. Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. Hasta aquél momento, las competencias en el tema de los suministros militares habían recaído en el Senado y en funcionarios electos: cónsules, pretores, ediles… El Senado decidió que el pretor Quinto Fulvio Flaco convocara al pueblo a una contio, una asamblea informativa sin capacidad de decisión, y les comunicara su intención de sacar a subasta los suministros militares. Los adjudicatarios deberían esperar para cobrar la cantidad que resultara ganadora de entre sus ofertas hasta que hubiera dinero.
Estos, los empresarios adjudicatarios de servicios públicos, que luego serían conocidos como publicanos, a cambio exigieron diversos privilegios, como la exención del servicio militar —para enfrentarse a Anibal escaseaban los voluntarios— o un seguro en caso de naufragio.
Diecinueve empresarios concurrieron a las subastas, agrupados en tan solo tres societates. Tito Livio explica claramente el paso que se había dado:
“Aceptadas ambas condiciones, se adjudicaron los contratos, y se gestionó un servicio público con dinero privado”
Como bien expone Pedro Ángel Fernández de la Vega en su libro “Corrupta Roma”, se acababa de consagrar un modelo de gestión privada de lo público.
A partir de ese momento, los propios publicanos animarán a que se saquen a subasta otros servicios: conservación de edificios, cobro de impuestos… La nueva vía de negocio crecería sin parar.
Y, con ella, los primeros problemas. Dos para ser exactos: Marco Postumio Pirgense y su socio, Tito Pomponio Veientano.
Tito Livio nos lo cuenta con su habitual precisión: “Estos dos, como los riesgos del trasporte de material para el ejército corrían a cargo del estado en caso de temporal, se habían inventado naufragios inexistentes, y en el caso de los que eran reales, no eran fortuitos, sino provocados por ellos fraudulentamente. Cargaban en barcos viejos y averiados unos cuantos suministros de escaso valor, lo echaban a pique en alta mar después de recoger a la tripulación en lanchas preparadas a tal efecto, y presentaban un informe falso, exagerando el valor de la mercancía. Semejante fraude había sido denunciado el año anterior al pretor Marco Emilio, y este había dado cuenta del mismo al senado. Pero ningún senadoconsulto había condenado el hecho, porque en aquellas circunstancias, no querían crear malestar en el estamento de los publicanos”.
El pueblo, sin embargo, sospechaba que el verdadero motivo era la connivencia de los senadores con los publicanos. En respuesta, y para presionar al senado, se bloquearon los reclutamientos, ya que no veían razón para dejarse masacrar por Aníbal mientras los ricos se hacían aún más ricos a su costa. No olvidemos que había cientos de senadores, centenares de miles de ciudadanos, pero solo diecinueve empresarios acaparaban los contratos públicos.
Los tribunos de la plebe convocaron una asamblea para juzgar a Marco Postumio, ya que su socio, Pomponio, había sido capturado por los cartagineses. Se proponía para él una multa de doscientos mil sestercios.
Postumio, ante la tibieza del senado, muy preocupado por el bloqueo del reclutamiento, cifró sus esperanzas en uno de los tribunos de la plebe, Gayo Servilio Casca, pariente suyo. Hay que tener en cuenta que el sistema clientelar romano se basaba en un compromiso de fidelidad a cambio de ayuda que iba de forma piramidal desde los más pobres hasta los más ricos, y en este caso hablamos de los riquísimos. Eso les garantizaba siempre la elección de, al menos, un tribuno de la plebe afín a sus intereses y, si no, siempre podían comprarlo. Como todos tenían derecho de veto, les bastaba con uno para bloquear cualquier medida que les perjudicase.
Pero Casca, sentado en primera fila, justo enfrente de sus indignados conciudadanos, debió de considerar que poco iba a poder disfrutar de lo que le hubieran ofrecido si la turba lo despedazaba. Así que no se movió.
Postumio, que había acudido a la asamblea acompañado por otros publicanos, lo que demuestra que no era el único que empleaba esos métodos, veía desesperado la inacción de su hombre.
Para proceder a la votación, hubo que habilitar un espacio entre la tribuna y el pueblo en el que instalar las urnas. Y esa fue la oportunidad que aprovecharon Postumio y sus socios. Acompañados por libertos y clientes, se lanzaron en cuña a ocupar el hueco y, tras apoderarse de las urnas, empezaron a discutir a gritos con tribunos y ciudadanos, impidiendo la comunicación entre ellos y reventando la asamblea.
La cosa estaba a punto de transformarse en un violento tumulto, cuando el cónsul Fulvio convenció a los tribunos de que disolviesen la asamblea para evitar una matanza, asegurándoles que el senado tomaría medidas contra los publicanos.
En efecto, el senado se reunió de inmediato, y proclamó que lo sucedido era un acto imperdonable de violencia contra el estado y las instituciones de la República. Una declaración contundente… pero sin ningún efecto práctico, ya que no llevaba aparejada ninguna sanción para los responsables.
Pero esta vez, las cosas no iba a quedar así. Veamos cómo nos lo cuenta Tito Livio: “Los tribunos de la plebe dejaron de lado el debate de la multa y presentaron acusación de pena capital contra Postumio, disponiendo que, si no entregaba la fianza, fuese apresado y encarcelado por el viator. Postumio depositó la fianza y no compareció. Luego presentaron la siguiente propuesta a la plebe, y la plebe la aprobó: si Marco Postumio no comparecía antes de las calendas de mayo … se le consideraría desterrado, decidiendo que sus bienes fueran vendidos y se le negase el agua y el fuego. Después, a todos los que habían instigado a la masa y promovido los disturbios, les señalaron día para responder a una acusación capital y les exigieron fianzas. Primero metían en la cárcel a los que no depositaban la fianza, pero después incluso a los que la depositaban. Para eludir ese riesgo la mayoría se exiliaron. Así fue el desenlace del fraude de los publicanos y de la osadía con la que después trataron de taparlo”.
Tras lo sucedido, quedó clara la interferencia de las finanzas en la política y la importancia de la opinión pública en la lucha contra la corrupción. Pero también demostró la necesidad de una legislación específica antifraude, ya que había sido, en parte, la carencia de la misma lo que había dificultado la persecución de los corruptos, que fueron finalmente condenados por un delito político de sedición.
A partir de aquí, Roma empezó a dotarse de un cuerpo legislativo especializado en combatir la corrupción, y los corruptos empezaron a buscar mil formas de eludirlo.
Y en esa lucha seguimos, hasta hoy.
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