Abogado sin escrúpulos, sí, ya lo sé, parece una redundancia, pero no es de eso de lo que trata este artículo, sino de saber hablar… y saber callarse.
En el primer siglo de nuestra era el arte de la oratoria, una de las disciplinas más valoradas en las desaparecidas democracias de Grecia y Roma, había entrado en franca decadencia. Desde que Sila, César y Octavio demostraran que la forma más eficaz de ganar una acalorada discusión en el senado no era el sonido de un hermoso y bien fundado discurso, sino el chirrido de las espadas de los legionarios al salir de sus vainas, la oratoria política había quedado reducida a un recargado ejercicio de adulación, en el que se imponía aquel que fuera capaz de hilar la mayor serie de hiperbólicas alabanzas a quien estuviera en el poder.
En cuanto al otro ámbito en el que siempre habían
destacado los oradores, los tribunales, los grandes juicios que permitieron a
hombres como Cicerón destacar e iniciar un brillante cursus honorum
ahora estaban estrechamente controlados por los emperadores, por lo que si
querías participar debías plegarte a sus deseos, y los pequeños solo daban para
ganarse malamente la vida.
Pero aún en este oscuro ambiente hay quien es capaz de
brillar, aunque no sea más que por su absoluta falta de escrúpulos, y ese fue Domicio
Afer.
Afer nació en el 16 a.C. en Nemausus. Actual Nimes, en la
Galia. Muy pronto se trasladó a Roma, probablemente de la mano de su primo,
Publio Cornelio Dolabela. Los Cornelio Dolabela eran una de las familias
patricias más importantes de Roma, y el padre de nuestro Publio, del mismo
nombre, había sido entre, otras cosas, yerno de Cicerón. Él mismo llegó a cónsul
y a procónsul de África bajo el mandato de Tiberio, donde consiguió acabar con
el escurridizo líder rebelde Tacfarinas.
Así que nuestro protagonista empezó su carrera desde una
modesta ciudad de provincias, sin nada… aparte de un espectacular enchufe
familiar. Un clásico.
Su discípulo y también gran orador Marco Fabio Quintiliano definió su estilo como lento, grave, de emoción contenida, en el que usaba un lenguaje adaptado a su público, por lo que tanto podía ser de un culteranismo recargado como sencillo y familiar. Siempre aliñado, eso sí, con un sentido del humor cáustico, burlón y cruel con sus víctimas. Esa sería su “marca de la casa” oratoria.
Su gran oportunidad llegó cuando Tiberio, ya en las
postrimerías de su reinado y sumido en plena demencia conspiranoica tras la
traición de Sejano y el asesinato de su hijo, le encargó la acusación ante el
senado de Claudia Pulcra, la exmujer de Publio Quintilio Varo (sí, el de
Teutoburgo) por adulterio y uso de artes mágicas para intentar asesinar al
emperador. En realidad estos juicios eran una mera pantomima, ya que ni el
senado ni nadie se iba a atrever a esas alturas a oponerse a los deseos de
Tiberio, pero este apreciaba que sus acusadores representaran bien su papel y,
en especial, que no perdieran la oportunidad de humillar a sus enemigos, justo
el campo en el que Afer destacaba más.
Tras conseguir la condena de la madre, Tiberio fue a por su
único hijo, Publio Quintilio Varo “El Joven”, una de sus costumbres en esta
etapa final de desenfreno vengativo, y una vez más pudo contar con la entusiasta
colaboración de Domicio After, que en esta ocasión dispuso de la ayuda de su primo.
La familia de Varo, sin embargo, era un objetivo secundario,
casi podríamos decir que un daño “colateral”, para Tiberio. A quien de verdad tenía en el
punto de mira era a Agripina, buena amiga de Claudia Pulcra, que, gracias en
parte a las “revelaciones” hechas por Domicio After en estos procesos, terminaría
muriendo de hambre durante su cautiverio en una isla olvidada.
Este fue el momento de gloria de nuestro protagonista, que
se convirtió en el orador de moda al que todos deseaban contratar como
abogado, básicamente porque pocos tribunales iban a atreverse a fallar en su
contra sabiendo que era un protegido de Tiberio. Gracias a eso llegó a amasar
una más que considerable fortuna.
Pero en la política las cosas pueden cambiar de un día para otro. Tiberio era un anciano que, con un poco de ayuda, no tardó en dejar este mundo y su sucesor fue Cayo César Augusto Germánico, más conocido por el cariñoso apelativo de "Botitas", Calígula, el hijo de Agripina. Y este, aunque aún no había sufrido la enfermedad que desencadenaría en él una afición al asesinato en masa que haría a todos añorar los buenos tiempos de las masacres de su tío, ya apuntaba maneras.
La pérdida de su madre, y más en aquellas terribles circunstancias,
fue un acontecimiento que, sin duda, marcó su vida. Hizo que repatriasen sus
cenizas, les dedicó grandes honras fúnebres e, incluso, hizo acuñar monedas con
su efigie. Luego empezó a ocuparse de sus asesinos.
A Domicio Afer no
tardó en llegarle la hora, y de su acusación ante el senado se ocupó en persona
el propio Calígula, una muestra de lo mucho que valoraba su figura y el papel
que había desempeñado en lo sucedido.
Uno pensaría que las posibilidades de Domicio de sobrevivir eran
las mismas que si se hubiera caído sin paracaídas desde un avión a diez mil
metros de altura, después de ingerir veneno y ser ametrallado y acuchillado, pero nuestro protagonista demostró que, aparte de un canalla, realmente
era buen abogado. Y, por increíble que parezca, logró encontrar la línea de
defensa que le permitió salir de aquella situación incólume: hacerlo fatal.
Durante todo el proceso permitió que Calígula lo vapuleara a gusto, una y otra vez se quedó sin palabras ante la brillante argumentación de su rival, sus bromas carecían de gracia, resultaban inofensivas, cuando no contraproducentes, y con frecuencia le fueron devueltas con lo que hoy llamaríamos “zascas” espectaculares. Al acabar el ego adolescente del nuevo emperador estaba tan satisfecho por su indiscutible victoria sobre el considerado mejor orador de su tiempo que olvidó sus deseos de venganza y lo perdonó. Incluso llegaron a colaborar y, sumido ya en plena locura asesina, lo nombró cónsul.
Los últimos años de su vida transcurrieron plácidamente
disfrutando de su fortuna y dando clases de retórica. A su muerte, legó sus
bienes a los hijos de una de sus víctimas, un antiguo amigo íntimo al que arruinó
y llevó a la muerte, la única muestra, aunque póstuma, de escrúpulos que dio en
toda su vida.
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