martes, 17 de marzo de 2020

Tacfarinas; de derrota en derrota hasta, casi, la victoria final


Cuando hablamos de los grandes rebeldes contra Roma todos pensamos en Espartaco, Arminio o Viriato, pero pocos se acuerdan de Tacfarinas, el modestos auxiliar bereber de las legiones que llegó a amenazar no solo la presencia Romana en África, sino la propia supervivencia de la urbe al interrumpir el suministro de grano, provocando la hambruna entre la plebe. Tan peligroso llegó a ser para el imperio, y tan difícil de atrapar, que nada menos que tres generales desfilaron por las calles de Roma asegurando haberlo derrotado, honor que le fue negado al único que realmente lo venció.


Pero vayamos al principio. La presencia romana en África se remontaba al siglo II a.C, cuando creó una provincia sobre parte del territorio de la derrotada Cartago. En el siglo primero, César, con la inestimable ayuda de Publio Sitio Nucerino, derrotó al rey de Numidia Juba I, que se había aliado con sus enemigos optimates, y anexó su reino a la provincia. Augusto revertiría en parte esta decisión, entregando la mayoría de los territorios del antiguo reino númida al monarca títere de la vecina Mauritania, Juba II, aunque conservó dentro de la provincia romana las tierras más productivas, el territorio de la actual Túnez. Hay que tener en cuenta que en esa época el Norte de África era mucho más fértil que en la actualidad, con lluvias más abundantes y calores menos extremos. Unas condiciones ideales para cultivar cereales. Por ello la provincia de África no tardó en convertirse en el verdadero granero de Roma, por encima de Egipto. 

La mayoría del territorio pertenecía a un puñado de familias senatoriales residentes en Roma, que lo explotaban en régimen de latifundio. Para enriquecerse aún más y satisfacer la incesante demanda de grano de la capital, fueron extendiendo los cultivos, apropiándose, con la ayuda de las autoridades romanas y del monarca títere, de los terrenos tradicionales de pastos de las tribus nómadas. Al perder sus tierras y su forma de vida, a estas tribus no les quedó otro recurso que huir al desierto, desde donde lanzaban periódicas razias sobre las granjas asentadas en su antiguo territorio. 

En este contexto apareció nuestro protagonista. Pertenecía a los musulami, una tribu bereber de pastores trashumantes despojados de sus pastos y sedentarizados forzosamente como agricultores en la árida región colindante con el desierto. Tacfarinas, que al parecer no era de sangre noble, debió de ingresar muy joven como auxiliar en el ejército romano, una salida habitual para aquellos que no tenían otra forma de ganarse la vida. Sirvió en él durante varios años hasta que, en torno al año 19 d.C., desertó y organizo una banda con la que realizaba incursiones y saqueos en las granjas romanas. El motivo de este cambio estuvo relacionado, probablemente, con la situación de penuria de su pueblo, que lo llevó a la rebelión, obligando a Tacfarinas a elegir entre luchar contra su propia gente o a unirse a ellos. Su experiencia militar y su conocimiento del enemigo no tardaron en proporcionarle importantes éxitos, que hicieron que los musulami lo eligieran como líder. Y no solo ellos, otras tribus, tanto de la provincia romana como del reino de Mauritania que atravesaban por una situación parecida, se le unieron, por lo que, de pronto, Roma se encontró con una situación explosiva que amenazaba su “granero”. 

Consciente de la inferioridad tanto táctica como armamentística de sus tropas, Tacfarinas se decantó por una guerra de guerrillas, basada en la rapidez de la caballería númida, considerada la mejor y más temible caballería ligera de la época. Los jinetes númidas montaban pequeños y ágiles caballos, e iban equipados sin armadura ni otra protección, portando como arma jabalinas que arrojaban contra sus objetivos para luego retirarse a gran velocidad. Con esta táctica asaltaba las granjas romanas y a los pequeños destacamentos militares, sembrando el caos en el territorio y desapareciendo luego tan súbitamente como había llegado.

Como conocía muy bien la mentalidad de su enemigo, Tacfarinas desarrolló además una particular estrategia que lo haría famoso y que estuvo muy cerca de llevarlo a la victoria: dejarse derrotar. 

La máxima aspiración de todo general romano era obtener una victoria campal que le permitiera reclamar un Triunfo (una “Ovatio” en la época imperial), y nuestro astuto líder rebelde les ofrecía esa victoria. Desplegaba a sus hombres en campo abierto y dejaba que los romanos masacraran a placer a parte de su infantería, básicamente campesinos mal armados que se habían unido a él para huir del hambre y a los que así podía dejar de alimentar, mientras él huía con la caballería y sus fuerzas de élite. Al acabar la batalla, el general romano contaba los cadáveres enemigos y pedía un Triunfo. Después de eso las tropas se retiraban a los cuarteles y Tacfarinas regresaba, quedando aún más dueño del territorio que antes. ¿Una táctica despiadada? Sin duda, pero las guerras no se ganan, ni antes ni ahora, con escrúpulos morales. 

El primer general romano en proclamarse vencedor del escurridizo caudillo musulami fue el procónsul romano en África Marco Furio Camilo, que desfiló orgulloso por las calles de Roma el 17 d.C. mientras la provincia ardía. La guarnición romana, formada por una sola legión, la Tercera Augusta, no tardó en verse desbordada por la situación, y pidió ayuda a Roma sin mucho éxito. Pero en el 19 el caos era tal que hizo que se disparase el precio del grano, provocando disturbios en la capital del Imperio. Tácito nos cuenta: “Cómo la plebe se quejaba de la carestía del grano, (Tiberio) ordenó fijar el precio del trigo, y prometió añadir a lo que pagaban los compradores dos sestercios por modio (medida del grano y otros alimentos), a los comerciantes”. Ese desembolso tuvo que suponer una verdadera sangría para las arcas del estado, que el ahorrador Tiberio tanto se preocupaba de llenar, y da una idea de la gravedad de la situación. 
Decimatio
El “derrotado” Tacfarinas campaba a sus anchas, permitiéndose incluso asaltar y asediar fuertes romanos, llegando la desmoralización de los legionarios al extremo de que toda una cohorte tuvo que ser diezmada por cobardía ante el enemigo, castigo brutal aplicado en muy contadas ocasiones a lo largo de la historia de Roma. Una vez más, Tácito nos explica la situación: “(Tacfarinas) empleaba la táctica de retirarse al ser atacado, para volverse luego contra la retaguardia. Y mientras mantuvo esta táctica, burlaba impunemente a un ejército romano inoperante y cansado”. El nuevo procónsul, Lucio Apronio, no supo cómo hacer frente a la situación, aunque la ocasional captura por una de sus columnas de caballería, al mando de su propio hijo, de una caravana de Tacfarinas que trasportaba parte del botín obtenido en los saqueos le permitió reclamar a sus colegas del Senado otro triunfo, que estos le concedieron encantados. Prácticamente coincidiendo con su desfile, Tacfarinas envió emisarios Tiberio, exigiéndole la devolución a su pueblo de sus tradicionales tierras de pasto y amenazándolo en caso contrario con continuar la guerra hasta echar a los romanos de África. 

Tiberio, que nunca fue un hombre de carácter templado, montó en cólera y exigió al Senado (África era una provincia senatorial) que nombraran un general competente capaz de solucionar, de verdad, la situación. La elección cayó en Quinto Junio Bleso, veterano de la frontera de Pononia y tío de Sejano, mano derecha del emperador. Se desplazó a África desde el Danubio junto con la famosa y temible legión IX Hispana, y un gran número de auxiliares, llegando a sumar en total, junto a la reforzada guarnición provincial, más de veinte mil hombres para cazar al escurridizo líder rebelde. 

Bleso se tomó su trabajo en serio. Con sus numerosas tropas estableció una red de fortalezas mayores y menores intercomunicadas, apoyadas por unidades ligeras dispuestas a perseguir a los rebeldes cuando eran avistados. Esto limitó enormemente la capacidad de movimiento de Tacfarinas, y sus saqueos y botines disminuyeron de forma radical. Además, ofreció una amnistía general a todos los que se rindieran, y muchos, cansados de la guerra y desmoralizados por la presión de las tropas romanas, aceptaron la oferta. Tacfarinas se vio obligado a arriesgar más para lograr botines que contentaran a sus hombres, y en una de esas razias fallida fue apresado su propio hermano. Ante esta situación, el caudillo nómada optó por retirase al desierto junto a sus más fieles y esperar. 

La táctica dio, nuevamente, resultado. Satisfecho ante la aparente calma que reinaba en la provincia, Tiberio ordenó regresar a Bleso y a la IX. Incluso concedió al general el título de “Imperator”, la última vez que se otorgó ese honor a alguien que no pertenecía a la familia imperial. La guerra de África había, oficialmente, terminado. 

Pero sobre el terreno la situación no podía ser más diferente. Apenas se marchó la IX y el resto de los refuerzos, Tacfarinas reapareció más poderoso, brutal y astuto que antes. Hizo correr el rumor de que si las tropas enviadas por Roma se habían retirado tan pronto era porque el imperio se estaba desmoronando y las necesitaban para tratar de mantener sus otras fronteras. Y muchos le creyeron, dado que la otra explicación, que los legionarios se habían ido porque la guerra había terminado victoriosamente, resultaba aún más inverosímil en un territorio que Tacfarinas controlaba casi sin impedimentos. Convencidos por este argumento se le unieron incluso pueblos oficialmente aliados de Roma, como los Garamantes, y en el vecino reino de Numidia muchos soldados abandonaron a su nuevo rey, Ptolomeo, que había sucedido a su difunto padre Juba II. 

La desmoralizada guarnición romana se encerró en las ciudades y en las fortalezas más importantes, que Tacfarinas se mostró incapaz de asaltar, dejando el resto de la provincia en manos de los rebeldes. Para colmo el nuevo procónsul, Publio Cornelio Dolabella, no podía ni soñar en pedir refuerzos a Roma, donde, oficialmente, la guerra había sido victoriosamente finalizada por el heroico tío del valido del emperador. 
Jinetes númidas en la Columna Trajana.

Ante la imposibilidad de usar la fuerza, Dolabaella optó por la astucia. Consciente de que las guerras de guerrillas pueden tener una imagen muy romántica, civiles pobremente armados enfrentados en una lucha desigual contra poderosos ejércitos invasores y todo eso, pero que, en realidad, son la forma más cruel y brutal de guerra que nadie pueda imaginar, llena de represalias, contrarepresalias, ejecuciones, torturas y barbaridades sin cuento, buscó aliados e informantes entre los perjudicados por Tacfainas. Y los encontró. No tardó en establecer una tupida red que le mantenía al tanto de los movimientos del líder rebelde, cuya captura sabía que era la única forma de acabar con la guerra. Este, entre tanto, puso sitio a una poderosa fortaleza romana, y cuando Dolabella acudió en su ayuda, como siempre, desapareció. Pero esta vez las cosas iban a ser diferentes. Dolabella no se conformó con otra victoria inútil y simbólica, como sus predecesores, y lanzó en su persecución varias columnas de caballería legionaria, auxiliares locales y jinetes del rey de Numidia. Y fue precisamente en los confines del reino de este último, en una antigua fortaleza romana arrasada situada en medio de una zona boscosa, donde sus espías informaron a Dolabella que se escondía Tacfarinas. Este estaba tan confiado en la seguridad de su guarida que ni siquiera había puesto muchos centinelas e incluso había soltado a sus caballos para que pastaran con libertad, por eso no pudo huir cuando, al amanecer, los romanos cayeron sobre él. Deseosos de venganza después de aquella cruel guerra de años, los legionarios y los soldados locales exterminaron sin piedad a los rebeldes, incluido Tacfarinas, que antes de ser capturado prefirió empalarse en las lanzas de sus enemigos. Su hijo sí pudo ser hecho prisionero. 

Dolabella, el único general que, de verdad, venció a Tacfarinas, reclamó un triunfo, que le fue negado. Ya hemos dicho que en Roma la guerra había acabado oficialmente con el desfile de Bleso, y Tiberio no estaba dispuesto a reconocer que la victoria del hombre al que había incluso nombrado “Imperator” había sido más falsa que una moneda de tres euros. Las últimas tierras de pastos libres en el Magreb fueron parceladas y repartidas entre los nobles romanos, transformándose en granjas de cereales destinadas a alimentar a la inmensa urbe imperial, que sumaba ya un millón de habitantes. Y las tribus de pastores nómadas que durante siglos habían vivido en esas tierras desaparecieron para siempre.

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