lunes, 8 de marzo de 2021

Amanirenas, la temible Candace

 



 A finales del siglo I a.C, en un templo de un remoto reino africano, una cabeza del emperador Augusto fue enterrada bajo el umbral de la entrada, para que fuera pisada por los visitantes cada vez que entraran en el recinto sagrado. Así se vengó una reina de los orgullosos romanos.


 Todo empezó en el año 27 a.C, cuando Cayo Octavio se convirtió en el emperador Augusto. El reino de Egipto había sido integrado en el imperio tras la derrota y muerte de Cleopatra, pero trajo de regalo añadido sus extensos problemas fronterizos. Al sur, por el actual Sudán, se extendía el reino que los egipcios llamaban Kush, cuya capital era la ciudad de Meroe, una urbe comercial y guerrera, famosa por sus forjas de herramientas y armas.

El reino donde mandaban las Candaces

 Los kushitas habían conquistado y dado faraones a Egipto (la XXV dinastía) seis siglos antes y sus descendientes de Meroe estaban muy orgullosos de su pasado faraónico. Se puede decir que su arte, su escritura y su religión eran copias de la egipcia. Hasta enterraban a sus reyes bajo pequeñas pirámides puntiagudas, que hoy hacen las delicias de los escasos turistas que pasan por allí. Por supuesto, los kushitas consideraban a Egipto un terreno a reconquistar y lo invadían siempre que había algún momento de crisis en sus vecinos del norte. 

Las coquetas pirámides de Meroe

 Se gobernaban por reyes, pero la reina madre, llamada “Candace” o “Kandake” en su lengua, tenía un gran poder de decisión. Podían ser regentes hasta la madurez de sus hijos y parece que gobernaban con ellos o lo hacían solas de forma independiente. El asunto no está claro, pero es evidente que mandaban a su gusto y la posición social de la mujer en el reino de Kush era bastante igualitaria. Al menos en la corte real.

 En aquellos años, gobernaba en Meroe la Candace Amanirenas, madre del príncipe real. Según Estrabón “una mujer masculina, que había perdido un ojo.” Tal descripción, aparte de decirnos que Amanirenas era tuerta, indicaba para un lector griego una mujer peligrosa a tener en cuenta, o sea, con mucho carácter y poco sumisa. Amanirenas lo demostró enseguida.

Las pirámides de Meroe en sus buenos tiempos

 Ya hablamos de Elio Galo y su expedición a Arabia por el Mar Rojo. Podemos imaginar que tal expedición alarmó a Amanirenas, pero también le ofreció una oportunidad. Los nuevos dueños de Egipto se estaban mostrando demasiado audaces y curiosos, quizá tocaría pronto a Meroe sufrir su curiosidad.

 Así que era mejor dejar claro que no eran unos vecinos cualquiera. Ordenó  a sus tropas que invadieran Egipto, pensando que los romanos estaban ocupados haciendo turismo por Arabia. Es evidente que Amanirenas no conocía bien el poder de los romanos.

 Al principio, según nos cuenta Estrabón en los comienzos de su libro XVII, la invasión fue un paseo para los kushitas. Tomaron las importantes ciudades de Syene, Elefantina y Filae.  Esclavizaron a la gente y arrojaron al suelo las estatuas del César”. Los romanos fueron sorprendidos y el resto de Egipto estaba amenazado. Quizá bastaba avanzar Nilo abajo para recuperar la antigua gloria del reino.


Soldados de la Candace ante su jefa top less

 Pero pronto la triunfante Amanirenas se dio cuenta de que sus nuevos enemigos eran más fuertes de lo que pensaba.

 Por el horizonte aparecieron las tropas del Prefecto de Egipto, Gayo Petronio. A simple vista eran menos, pero muchos menos, que su valiente ejército de guerreros kushitas. Estrabón nos dice que eran 10.000 romanos contra 30.000 kushitas triunfantes. Así que Amanirenas se enfrentó a ellos con resolución y cierta confianza. Sin embargo, para su sorpresa, no pudo evitar la derrota ante la máquina engrasada que era el ejército romano y, antes de acabar peor, se retiró a su territorio. Pronto se dio cuenta de que los romanos no dejaban las cosas a medias: Entraron en su reino y persiguieron a su ejército.

 El ejército en retirada de Amanirenas acampó junto a la ciudad de Pselchis y la reina pidió parlamentar. Petronio, tras tres días de descanso, demostró que a los romanos tampoco les gustaba parlamentar con enemigos. Atacó con sus legionarios y la derrota de los kushitas fue total:

“Parte de los insurgentes huyeron a la ciudad, otros huyeron al país deshabitado; y los que se aventuraron en el paso del río escaparon a una isla vecina, donde no había muchos cocodrilos debido a la corriente… Petronio, persiguiéndolos en balsas y barcos, los tomó a todos y los envió inmediatamente a Alejandría. Luego atacó a Pselchis y la tomó. Si sumamos el número de los que cayeron en batalla al número de prisioneros, solo unos pocos pudieron haber escapado.” 

Entre los que escaparon, estaba la reina Amanirenas, que tuvo que ver como los romanos no parecían satisfechos con su victoria y proseguían Nilo abajo marchando “por colinas de arena” hasta llegar a Napata, antigua capital de su reino y considerada la residencia real. Allí estaba su hijo, el príncipe, que fue sitiado.

Ruinas de un templo de Napata, hoy en medio de la nada

 Amanirenas siguió intentando negociar con los romanos, prometió devolver los prisioneros “y las estatuas robadas”. Pero Petronio y sus romanos ya estaban en modo depredador y la ciudad fue tomada, saqueada a conciencia y sus ciudadanos esclavizados y llevados a Alejandría. Un duro golpe para los kushitas. El único consuelo es que Petronio consideró que avanzar hasta Meroe por aquel país arenoso y sin caminos era un peligro y decidió volver a Egipto, no sin antes reforzar en la frontera la fortaleza de Premnis, para evitar nuevas invasiones.

 Cualquiera se quedaría quieto y evitaría molestar a los romanos después de aquello.  Pero no era propio de una Candace de los kushitas dejar sin venganza el saqueo de Napata. Amanirenas juntó otro ejército y al año siguiente invadió de nuevo Egipto “con muchos miles de hombres”. Estaba claro que ahora eran los romanos los que habían calculado mal el poder de su enemigo.


Amanirenas y su hijo devolviendo la visita a los romanos

 Sin embargo, Petronio no se amilanó y mostró temple de buen general. Llegó a la fortaleza de Premnis con refuerzos antes de que lo hicieran los kushitas. La reina Amanirenas prefirió parlamentar otra vez y envió embajadores a Petronio. El general, viendo que no era una reina bárbara cualquiera, estimó que era mejor que trataran directamente con el César. “Le replicaron que no sabían quién era el César ni dónde encontrarlo. Petronio les proporcionó escoltas para llevarlos ante su presencia.”

En aquellos días, por el 22 a.C., el César Augusto estaba de camino a Siria, para firmar un tratado de paz muy deseado con los partos. Así que recibió a los embajadores de Amanirenas en la isla de Samos.

 No cabe duda que los embajadores enviados por la reina eran buenos diplomáticos, pues causaron al César una buena impresión. Por otra parte, el emperador no quería guerras en Egipto con un reino cuyo poder no conocía todavía bien, pero que demostraba no ser pequeño y estar bien dirigido. Además, aquella guerra podría parecer a los partos una muestra de debilidad. Así que “Los embajadores obtuvieron todo lo que deseaban, y el César incluso les perdonó el tributo que les había impuesto.”

 La Candace Amanirenas no podía estar más contenta. Había conseguido una paz honrosa con los romanos y establecido acuerdos comerciales. El tratado también especificaba en una de sus cláusulas devolver las estatuas robadas y la reina así lo hizo… excepto una cabeza de Augusto. Porque Amanirenas no olvidaba lo ocurrido y, a su manera, se tomó la pequeña venganza con la que iniciamos este artículo. Gracias a esta decisión, todavía conservamos esta joya del arte romano.

El "pisoteado" Augusto de Meroe

 La reina moriría por el año 10 a.C. Pero su reino duraría hasta el siglo IV, dando a la historia muchas más Candaces de fuerte carácter. Una de ellas incluso se cita en el Nuevo Testamento, cuando el tesorero oficial de “Candace, reina de los etíopes”, vuelve de un viaje a Jerusalén. Entonces a Felipe, el apóstol, un ángel le ordenó: "Levanta y ve hacia el sur, al camino que va de Jerusalén a Gaza."

 Allí se topa con el tesorero, comienzan a hablar y ambos discuten un pasaje del libro de Isaías. El funcionario de Meroe quedó tan prendado de las palabras del apóstol Felipe que se bautizó al momento y luego se dedicó a extender el cristianismo entre los súbditos de la Candace.

 Como ven, hasta Dios tenía muy en cuenta el reino de las Candaces.

 

 

 

 

 

 

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