A finales del siglo I a.C, en un templo de un remoto reino africano, una cabeza del emperador Augusto fue enterrada bajo el umbral de la entrada, para que fuera pisada por los visitantes cada vez que entraran en el recinto sagrado. Así se vengó una reina de los orgullosos romanos.
Todo empezó en el año 27 a.C,
cuando Cayo Octavio se convirtió en el emperador Augusto. El reino de Egipto
había sido integrado en el imperio tras la derrota y muerte de Cleopatra, pero trajo
de regalo añadido sus extensos problemas fronterizos. Al sur, por el actual
Sudán, se extendía el reino que los egipcios llamaban Kush, cuya capital era la
ciudad de Meroe, una urbe comercial y guerrera, famosa por sus forjas de
herramientas y armas.
Los kushitas habían conquistado y dado faraones a Egipto (la XXV dinastía) seis siglos antes y sus descendientes de Meroe estaban muy orgullosos de su pasado faraónico. Se puede decir que su arte, su escritura y su religión eran copias de la egipcia. Hasta enterraban a sus reyes bajo pequeñas pirámides puntiagudas, que hoy hacen las delicias de los escasos turistas que pasan por allí. Por supuesto, los kushitas consideraban a Egipto un terreno a reconquistar y lo invadían siempre que había algún momento de crisis en sus vecinos del norte.
Se gobernaban por reyes, pero la reina madre, llamada “Candace” o “Kandake” en su lengua, tenía un gran poder de decisión. Podían ser regentes hasta la madurez de sus hijos y parece que gobernaban con ellos o lo hacían solas de forma independiente. El asunto no está claro, pero es evidente que mandaban a su gusto y la posición social de la mujer en el reino de Kush era bastante igualitaria. Al menos en la corte real.
En aquellos años, gobernaba en Meroe la Candace
Amanirenas, madre del príncipe real. Según Estrabón “una mujer masculina, que había perdido un ojo.” Tal
descripción, aparte de decirnos que Amanirenas era tuerta, indicaba para un
lector griego una mujer peligrosa a tener en cuenta, o sea, con mucho carácter
y poco sumisa. Amanirenas lo demostró enseguida.
Ya hablamos de Elio Galo y su expedición a Arabia por el Mar Rojo. Podemos imaginar que tal expedición alarmó a Amanirenas, pero también le ofreció una oportunidad. Los nuevos dueños de Egipto se estaban mostrando demasiado audaces y curiosos, quizá tocaría pronto a Meroe sufrir su curiosidad.
Así que era mejor dejar claro que no eran unos
vecinos cualquiera. Ordenó a sus tropas que
invadieran Egipto, pensando que los romanos estaban ocupados haciendo turismo por Arabia. Es
evidente que Amanirenas no conocía bien el poder de los romanos.
Al principio, según nos cuenta Estrabón en los
comienzos de su libro XVII, la invasión fue un paseo para los kushitas. Tomaron
las importantes ciudades de Syene, Elefantina y Filae. “Esclavizaron
a la gente y arrojaron al suelo las estatuas del César”. Los romanos fueron
sorprendidos y el resto de Egipto estaba amenazado. Quizá bastaba avanzar Nilo
abajo para recuperar la antigua gloria del reino.
Por el horizonte aparecieron las tropas del
Prefecto de Egipto, Gayo Petronio. A simple vista eran menos, pero muchos menos,
que su valiente ejército de guerreros kushitas. Estrabón nos dice que eran
10.000 romanos contra 30.000 kushitas triunfantes. Así que Amanirenas se
enfrentó a ellos con resolución y cierta confianza. Sin embargo, para su
sorpresa, no pudo evitar la derrota ante la máquina engrasada que era el
ejército romano y, antes de acabar peor, se retiró a su territorio. Pronto se
dio cuenta de que los romanos no dejaban las cosas a medias: Entraron en su
reino y persiguieron a su ejército.
El ejército en retirada de Amanirenas acampó
junto a la ciudad de Pselchis y la reina pidió parlamentar. Petronio, tras tres
días de descanso, demostró que a los romanos tampoco les gustaba parlamentar
con enemigos. Atacó con sus legionarios y la derrota de los kushitas fue total:
“Parte de los insurgentes huyeron a la ciudad, otros huyeron al país
deshabitado; y los que se aventuraron en el paso del río escaparon a una isla
vecina, donde no había muchos cocodrilos debido a la corriente… Petronio,
persiguiéndolos en balsas y barcos, los tomó a todos y los envió inmediatamente
a Alejandría. Luego atacó a Pselchis y la tomó. Si sumamos el número de los que
cayeron en batalla al número de prisioneros, solo unos pocos pudieron haber
escapado.”
Entre los que escaparon, estaba
la reina Amanirenas, que tuvo que ver como los romanos no parecían satisfechos
con su victoria y proseguían Nilo abajo marchando “por colinas de arena” hasta llegar a Napata, antigua capital de su
reino y considerada la residencia real. Allí estaba su hijo, el príncipe, que
fue sitiado.
Amanirenas siguió intentando negociar con los romanos, prometió devolver los prisioneros “y las estatuas robadas”. Pero Petronio y sus romanos ya estaban en modo depredador y la ciudad fue tomada, saqueada a conciencia y sus ciudadanos esclavizados y llevados a Alejandría. Un duro golpe para los kushitas. El único consuelo es que Petronio consideró que avanzar hasta Meroe por aquel país arenoso y sin caminos era un peligro y decidió volver a Egipto, no sin antes reforzar en la frontera la fortaleza de Premnis, para evitar nuevas invasiones.
Cualquiera se quedaría quieto y evitaría
molestar a los romanos después de aquello.
Pero no era propio de una Candace de los kushitas dejar sin venganza el
saqueo de Napata. Amanirenas juntó otro ejército y al año siguiente invadió de
nuevo Egipto “con muchos miles de
hombres”. Estaba claro que ahora eran los romanos los que habían calculado
mal el poder de su enemigo.
Sin embargo, Petronio no se amilanó y mostró temple de buen general. Llegó a la fortaleza de Premnis con refuerzos antes de que lo hicieran los kushitas. La reina Amanirenas prefirió parlamentar otra vez y envió embajadores a Petronio. El general, viendo que no era una reina bárbara cualquiera, estimó que era mejor que trataran directamente con el César. “Le replicaron que no sabían quién era el César ni dónde encontrarlo. Petronio les proporcionó escoltas para llevarlos ante su presencia.”
En aquellos días, por el 22 a.C.,
el César Augusto estaba de camino a Siria, para firmar un tratado de paz muy
deseado con los partos. Así que recibió a los embajadores de Amanirenas en la
isla de Samos.
No cabe duda que los embajadores enviados por
la reina eran buenos diplomáticos, pues causaron al César una buena impresión.
Por otra parte, el emperador no quería guerras en Egipto con un reino cuyo
poder no conocía todavía bien, pero que demostraba no ser pequeño y estar bien
dirigido. Además, aquella guerra podría parecer a los partos una muestra de
debilidad. Así que “Los embajadores
obtuvieron todo lo que deseaban, y
el César incluso les perdonó el tributo que les había impuesto.”
La Candace
Amanirenas no podía estar más contenta. Había conseguido una paz honrosa con
los romanos y establecido acuerdos comerciales. El tratado también especificaba
en una de sus cláusulas devolver las estatuas robadas y la reina así lo hizo…
excepto una cabeza de Augusto. Porque Amanirenas no olvidaba lo ocurrido y, a
su manera, se tomó la pequeña venganza con la que iniciamos este artículo. Gracias
a esta decisión, todavía conservamos esta joya del arte romano.
La reina moriría por el año 10 a.C. Pero su reino duraría hasta el siglo IV, dando a la historia muchas más Candaces de fuerte carácter. Una de ellas incluso se cita en el Nuevo Testamento, cuando el tesorero oficial de “Candace, reina de los etíopes”, vuelve de un viaje a Jerusalén. Entonces a Felipe, el apóstol, un ángel le ordenó: "Levanta y ve hacia el sur, al camino que va de Jerusalén a Gaza."
Allí se topa con el tesorero, comienzan a hablar y ambos discuten un pasaje del libro de Isaías. El funcionario de Meroe quedó tan prendado de las palabras del apóstol Felipe que se bautizó al momento y luego se dedicó a extender el cristianismo entre los súbditos de la Candace.
Como ven, hasta Dios
tenía muy en cuenta el reino de las Candaces.
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