viernes, 16 de noviembre de 2018

Histeria, política y revancha. Mujeres y veneno en la antigua Roma III





El “Escándalo de las Bacanales”, culminado con miles de ejecutados y aún más de huidos, dejó una profunda huella en la mentalidad romana. O mejor en la de su clase dirigente. Tras el victorioso final de la Segunda Guerra Púnica la sociedad estaba sometida a cambios y tensiones continuos. La transformación de Roma en dueña absoluta del Mediterráneo exacerbó los conflictos sociales. El imparable flujo de riqueza que llegaba a la nueva ciudad imperial se concentraba en manos de unos pocos, mientras que la inmensa mayoría, los campesinos y artesanos obligados a servir en el ejército durante años a gran distancia de sus hogares desatendiendo así unos negocios que difícilmente podían competir con las grandes explotaciones esclavistas de los potentados y con las importaciones, se empobrecían a gran velocidad. Además, decenas de miles de campesinos que habían tenido que huir de los años de razias de Aníbal refugiándose en Roma carecían de los medios para volver a sus propiedades destruidas, adquiridas por los grandes terratenientes a precio de saldo. Este no era un fenómeno nuevo, pero alcanzó cotas desconocidas. Como tampoco era nuevo que, en ausencia de sus maridos y padres, muchas mujeres tuvieran que tomar las riendas de sus hogares y negocios, descubriendo que eran capaces de hacerlo también o mejor que estos. 

En el año 195 a.C. se debatía en el senado la derogación de la ley que restringía la ostentación de joyas y otras muestras de riqueza. Aunque la mayoría del senado se mostraba, pese a la oposición de Catón y los “tradicionalistas”, partidaria de derogarla, estos contaban con dos tribunos de la plebe, Marco y Publio Bruto, dispuestos a imponer su veto. Pero el día de la votación se produjo un hecho sin precedentes; las mujeres de la aristocracia rodearon las casas de los dos Brutos impidiéndoles salir para acudir al senado e imponer su veto. Así, la ley fue derogada. 

Muchos pueden decir, con razón, que solo se trataba de un grupo de ricas presuntuosas, lo que es cierto, y no de verdaderas “feministas” (siempre hay gente empeñada contra toda lógica en llevar los conceptos actuales a sociedades que existieron hace miles de años, sobre todo a la Sociedad Clásica), pero lo cierto es que esas mujeres se organizaron y decidieron que tenían el derecho y la capacidad de intervenir en política, lo que supone un cambió drástico en su mentalidad, y además lo consiguieron. 

El propio e indignado Catón lo entendió así proclamando que si se consiente que las mujeres salgan a la calle y se inmiscuyan en la política y otros asuntos masculinos los hombres terminarán perdiendo su libertad ya que “desde el momento mismo en que comiencen a ser iguales, serán superiores”. 

La culpa del “Escándalo de las Bacanales” en el año 186 a.C. fue atribuida, como ya dijimos, por el cónsul Pisón a las mujeres (“Ellas fueron el origen de este mal”) y a un griego que trajo esa particular versión del culto a Baco. Y aquí encontraron los “tradicionalistas” romanos a los responsables del malestar femenino y de la plebe. No ellos con sus acciones, por supuesto, sino los extranjeros y sus perniciosas costumbres que estaban corrompiendo el genuino espíritu romano. Era pues necesario vigilarlos y combatirlos. 

En el ano 181 Livio nos cuenta que el Pretor Lucio Duronio recibió el encargo del senado de realizar una investigación sobre las bacanales en la provincia de Apulia, ya iniciada por su predecesor, aunque sin resultados que satisficieran a los senadores. A él se le ordena “Cortar el mal de raíz”. Poco después, aparecen cerca de Roma unos libros atribuidos al sucesor de Rómulo, Numa Pompilo, que confirmarían que este era seguidor de Pitágoras. El senado ordenó quemarlos por “Ser perniciosos para la religión y la moral romanas”. 

En este ambiente de represión contra todo lo extranjero, en especial lo griego, y de desconfianza que rayaba la histeria hacia las mujeres, toda muerte de un varón (patricio) era objeto de sospecha. Así, el fallecimiento casi simultaneo del pretor Tiberio Minucio y del cónsul Gayo Calpurnio hizo que el senado encargase a Gayo Claudio, sustituto de Minucio, la investigación de los casos de envenenamiento cometidos en Roma y en un radio de diez millas, y a Gayo Menio los sucedidos más allá. Nada delictivo se encontró en el caso de Tiberio Minucio, pero resultó que el cónsul Calpurnio sí que había sido, al parecer, envenenado por su esposa. Pero el asunto no tenía nada que ver con el culto a Baco, los griegos o el “feminismo”. 
Gayo Calpurnio tuvo la imprudente idea de presentarse a las elecciones consulares en contra de su hijastro, el hijo de su esposa de un matrimonio anterior, y vencerlo. Esto hizo que la madre del perdedor sufriera un autentico ataque de ira, ya que era la tercera vez que su hijo resultaba derrotado, y el responsable, para colmo, era su actual marido. Juró que ella se “encargaría” de que fuera cónsul antes de dos meses y, en efecto, poco después su esposo fallecía y su hijo era proclamado cónsul sustituto. 

Este sórdido asunto doméstico fue lo único que reveló la investigación, pero eso no detuvo la “Caza de Brujas” que ya se había desatado tanto contra las mujeres como contra los habitantes de las provincias del sur de Italia, recién conquistadas y de gran influencia griega. Poco después, Gayo Menio comunicaba que había condenado a tres mil personas por los “envenenamientos” y que, debido a las denuncias, la investigación se ampliaba.




No hay comentarios:

Publicar un comentario