miércoles, 19 de septiembre de 2018

Las Bacanales; cuando la adoración nocturna no es como te la imaginas (o sí) -- Mujeres y veneno en la Antigua Roma II.


El caso más famoso, y terrible, de crímenes femeninos en la antigua Roma es el de las “Bacanales”, llamado así porque estuvo íntimamente relacionado con una particular versión del culto a Baco. En realidad, se trata de varios episodios interrelacionados que se descubrieron entre los años 186 al 180 a. C. y que, por eso mismo, relataré en forma de tres artículos sucesivos. 

Esta historia se inició con un pobre huerfanito, un malvado padrastro, una madre…(vamos a dejarlo ahí) y una tierna historia de amor: casi una peli Disney. El padre de Publio Eubicio había muerto sirviendo como equite en el ejército romano cuando este era muy niño, y su madre contrajo nuevas nupcias con un sujeto de dudosa reputación, que la introdujo en el culto a Baco y se dedicó a vivir de la herencia de Publio. Al acercarse este a la mayoría de edad, su madre y su padrastro decidieron incitarlo en su secta, para que, conscientes de los actos depravados de los que sería víctima, comprometer su reputación y tenerlo controlado, evitando así que pudiera reclamarles ni la herencia que le correspondía ni cuentas por lo que habían derrochado. 

Entre tanto, el joven había iniciado una relación amorosa con una vecina suya, Hispala Fenecia, una antigua esclava forzada a la prostitución y que, una vez manumitida, siguió ejerciendo ese oficio ya que nadie la había enseñado otra forma de ganarse la vida. No era el interés, sin embargo, el que la unía a Publio, ya que este no tenía dinero —todo lo controlaban su madre y su padrastro— e incluso era ella con frecuencia la que tenía que ayudarlo a él (Aunque no creo que ignorase que, en muy poco tiempo, el muchacho debía recibir una más que considerable herencia. Que quieren que les diga, los años me han vuelto muy cínico). Cuando el joven le contó las intenciones de su madre, ella se alarmó al instante, alertándolo de que lo que su padrastro (evitó acusar a la madre) pretendía era "acabar con su virtud, su reputación y su porvenir". Le explico que siendo esclava fue introducida en ese culto por su ama y que la ceremonia de iniciación consistía en entregar a los aspirantes, todos menores de veinte años, a los sacerdotes, que los conducían a un lugar donde el ruido de coros, tambores y címbalos impedía oír sus gritos de auxilio mientras los violaban. En los días posteriores serían ellos mismos quienes deberían ejercer violencia carnal sobre otros, con el fin de que se implicasen en los crímenes y no pudieran delatar a sus autores. Y el que se negaba a participar era sacrificado como víctima a los dioses. No lo dejó ir hasta que Publio le juró que no asistiría. 

Una vez en casa preguntó a su madre por lo que Hispala le había dicho, y ella replicó acusándolo, entre gritos y llantos, de estar dominado por una ramera, a la que creía más que a su propia madre, que tanto se había sacrificado por él. Como el joven, por primera vez, demostró firmeza de carácter y persistió en su negativa a asistir a la iniciación, su padrastro intervino y entre los dos lo echaron de casa. Publio no acudió, sin embargo, junto a Hispala, como sin duda ambos esperaban, sino a una hermana de su padre, su tía Eustaba. Esta, que ya debía tener una opinión muy clara sobre su cuñada, lo animó a recurrir al cónsul Postumio, a cuya suegra, Sulpicia, ella conocía. Con esta carta de presentación —Obsérvese que todas las personas que impulsan la revelación de la conjura son mujeres, aunque no lo hagan directamente si no a través del joven— Publio fue escuchado y él cónsul hizo llamar a Hispala a casa de su suegra. Esta, al principio y muerta de miedo, se negó a hablar, pero las amenazas del cónsul y las palabras tranquilizadoras de Sulpicia (poli bueno; poli malo) terminaron de convencerla para revelarlo todo. Y lo que contó era, sencillamente, aterrador. 

A la sombra de la estricta, sobria, moralista y pacata Roma republicana existía lo que el propio Tito Livio denomina “Otra ciudad”. Otra ciudad en la que la promiscuidad sexual tanto heterosexual como, y sobre todo según reconoce el propio historiador, homosexual campan a sus anchas. Una ciudad oculta, regida por sus propias normas y moral, donde a la libertad sexual se unen el crimen, tanto para proteger su propia y secreta existencia como para granjear beneficios a sus miembros. “El no considerar nada ilícito era, para ellos, el más alto principio religioso”. Maridos envenenados, testamentos falsificados, perjurios, secuestros, violaciones, desaparición sistemática de los cuerpos de muchos de los asesinados… 

Tras realizar su propia investigación, Postumio convoca al senado y les expone los hechos. “Yo no sé —les dice— hasta qué punto callar y hasta qué punto hablar” dado lo grave y, sobre todo, obsceno, de los hechos. Les recuerda que desde hace tiempo se oyen ruidos, gritos y músicas nocturnas en la ciudad, que muchos piensan que son fiestas privadas o una forma inofensiva de nuevo culto a los dioses, pero lo que ocultan es una conjura —aunque sin duda sería más preciso usar el término “organización criminal”, desconocido en la época— que, bajo el manto de la religión, perpetra todo tipo de atrocidades, Sobre esta cobertura religiosa explica: “…nada presenta tanta utilidad para el engaño como la falsa religión. Cuando se pone la voluntad de los dioses como cobertura de los delitos, embarga el ánimo el temor de que, al perseguir y castigar la mala conducta, violemos algo afectado por las leyes divinas

Sí, no hay nada nuevo bajo el sol, por eso existe tan poco interés en que estudiemos humanidades en general e historia en particular. 

Tras tranquilizarlos en ese aspecto, los incita a actuar con premura ya que ahora “Al estar nosotros reunidos y ellos dispersos, nos temen, pero luego, por la noche, ellos sin duda se unirán, se organizarán y los que deberemos temer seremos nosotros”. Se ordena, pues, detener de inmediato, a todos los implicados y se toman medidas para tratar de evitar que puedan huir (aunque sin mucho éxito). Entre los primeros en ser capturados están los tres sacerdotes que dirigen el culto, todos hombres, que no dudan un momento en delatar a los demás implicados. 

A los que no habían cometido crímenes se les envió a la cárcel. Los demás, acusados entre otros muchos delitos de violar a hombres y mujeres libres (de haber sido esclavos no hubiera habido ningún problema), fueron condenados a la pena capital. En el caso de las numerosas mujeres implicadas, se ordenó que las ejecutasen sus parientes masculinos —padres, maridos, hermanos, hijos— en la intimidad del hogar, para no quebrantar la patria potestad. 

Respecto al papel de las mujeres, el cónsul Postumio expone: “…una gran parte de ellos son mujeres, y ellas fueron el origen de este mal; después, hombres enteramente afeminados…”. Así pues, los romanos acusaban de lo sucedido en primer lugar a las mujeres y en segundo a los “hombres afeminados”, pero ¿era eso cierto? Según recoge Tito Livio, Hispala Fenecia, en su confesión al cónsul afirma que en origen el culto era únicamente femenino, hasta que una sacerdotisa introdujo cambios radicales, permitiendo las ceremonias mixtas y que sus tres hijos pasaran a ser sacerdotes. Pero el propio historiador acusa en otro lugar a un griego instalado en Etruria de haber traído a Italia esta particular versión del culto a Baco, y los tres máximos responsables detenidos del mismo eran hombres. Hablar pues de un crimen femenino, como en el caso de la organización de Cornelia y Sergia, es absurdo. Sería más preciso reconocer que los elementos marginados por la moral republicana, las mujeres y los homosexuales, encontraron en este mundo oculto un hueco de libertad, incluida la libertad sexual. 

Hubo más de siete mil detenidos e incontables huidos, lo cual nos da una idea de la extensión social de la organización. Era pues, un problema profundo, y como tal, y pese a la violencia de la represión aplicada, no tardaría en resurgir.

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