jueves, 25 de octubre de 2018

Egeria, la turista


  
 Toca hablar de la primera mujer de la que conservamos una guía de turismo. Aparte de dejarnos un relato fresco y en primera persona sobre el cristianismo, sus lugares y las gentes de la Tierra Santa del siglo IV.  
 Se llamaba Egeria y era hispana, quizá gallega.


 Todo comenzó, como nos dice Cid López en su “Egeria. Peregrina y aventurera. Un viaje a Tierra santa en el siglo IV”, cuando un santo monje del siglo VII, San Valerio del Bierzo, comentó en una carta acerca de una mujer llamada Egeria, que viajó de Galicia a Tierra Santa, y que consideraba “más fuerte que todos los hombres del siglo”.

Nada más se supo de esta superwoman hasta que, en 1888, mientras se ordenaba la biblioteca Fraternitá dei Laici de Arezzo, se encontró un manuscrito del siglo XI, o quizá del XII,  que narraba el viaje a Tierra Santa de una mujer, y al que le faltaban las hojas del principio y del final. Por lo tanto, no sabemos ni el título ni su autora. Pero tras mucho discutir durante decenios, los académicos de hoy consideran que su autora fue la Egeria de la que habló San Valerio en el siglo VII y que narra un viaje hecho entre los años 381-384, durante el imperio de Teodosio I.

El imperio de Teodosio I
  
Poco más sabemos de Egeria, aparte de su viaje. Durante mucho tiempo se pensó que era monja, ya que su itinerario está escrito en forma de larga epístola a unas “señoras y hermanas” (dominae et sorores), que esperaba ver de nuevo. Pero Carlos Pascual en su “Egeria, la Dama Peregrina” nos señala que los términos “hermana” y “señora” eran típicos de las muestras de afecto en la época, como decir hoy “queridas amigas”, y que un viaje como el que hizo Egeria estaba de moda en el siglo IV entre las mujeres cristianas de clase alta, que eran algo beatas pero no monjas. Se puede decir que era casi un tour obligatorio para las influencers del momento.

 En Tierra Santa, durante ese siglo, hubo un continuo llegar de matronas romanas, siguiendo el ejemplo de Santa Helena, madre del emperador Constantino, que se puso a buscar reliquias de Cristo y de los primeros cristianos con afán obsesivo y éxito muy sospechoso. En la década de los 80 del siglo IV, muchas de estas mujeres eran de origen hispano, cuando el hispano Teodosio gobernaba en Constantinopla y se rodeó de paisanos. Es probable que Egeria fuese una de ellas.

Constantinopla, en sus buenos tiempos

¿Pero que nos cuenta Egeria?  El texto está cortado al principio y al final. Por lo que solo nos queda su viaje por Oriente Próximo, empezando por el Sinaí y hasta su regreso a Constantinopla. Acompañado, como anexo, de una descripción de las ceremonias en Tierra Santa que ella vio en primera persona.

 Por indicaciones que ella misma da, sabemos que cruzó el Ródano (que compara con el Éufrates). Así que fue desde Hispania a Italia por tierra. Allí, seguramente, cogió un barco a Constantinopla, y luego llegó a Tierra Santa, pasando por la vía militar que pasaba por el interior de Anatolia, atravesaba la cordillera del Tauro y llegaba a Antioquía. Luego parece bastante claro que fue por el litoral hasta Jerusalén, donde llegó en la Pascua del 381.

Jerusalen bizantina desde el norte, con la explanada del tempo en ruinas

  Usará la ciudad como base para otros viajes, a veces de meses, durante los siguientes tres años. Partirá a visitar el Sinaí, cruzará el Jordán para subir el monte Nebó, tumba de Moisés, bajará por Egipto hasta la Tebaida  y llegará a cruzar el Éufrates para ver la tumba del apóstol Tomás en Edesa. Un continuo ir y venir de Jerusalén, con una vitalidad desbordante y anotando todo lo que le enseñaban y se encontraba en su camino “porque soy bastante curiosa”.

  Su narración es fresca y directa, en un latín vulgar que es una joya para los filólogos. Egeria escribe como habla, siguiendo un modelo típico de los primeros cristianos, que huían de la erudición pagana. Pero no es inculta. Conoce muy bien la Biblia, que la acompaña siempre, y está claro que ha planeado con detalle su viaje en busca de los lugares que aparecen citados en sus páginas. Quiere comprobar que son reales y difundir la noticia a sus allegados, para que sea útil a otros viajeros. Lugar que visita, lugar del que hace una batería de preguntas, comprueba el texto en la Biblia y luego se recoge en oración.


 Egeria viaja sola, seguramente acompañada de criadas y algún escolta, pero siempre encuentra la compañía de monjes de los diferentes monasterios que visita y donde suele pernoctar. Ellos son sus guías:

 "En este viaje, los santos que iban con nosotros, clérigos o monjes, nos mostraban cada uno de los lugares que yo buscaba siempre según las Escrituras." (Itin. Eger., 7, 2)

  Se fija en todo, a los monjes los asalta con preguntas sobre lo que ve y pide que la lleven a ver otras cosas cercanas. Describe los paisajes que más le gustan y se queja de los caminos agrestes, como los del Sinaí:

 “Se sube a ellos con inmenso trabajo, porque no los subes poco a poco dando rodeos —en caracol—como decimos, sino que subes todo derecho como si fuera por una pared; y es necesario bajar derechamente por cada uno de dichos montes hasta llegar al pie mismo del de en medio, que es propiamente el Sinaí. Y así por voluntad de Cristo Dios nuestro, ayudada con las oraciones de los santos que me acompañaban, con gran trabajo, pues tenía que subir a pie, porque de ningún modo era posible subir ni aún en silla —y el trabajo no se sentía en parte, porque veía cumplirse el deseo que yo tenía, inspirado por Dios” (Itin. Eger., 3, 1- 2)

Más previsora, luego al monte Nebó sube en burro, que es piadosa pero no mártir.

Vista de Tierra Santa desde el Monte Nebo, tumba de Moisés.

También anota cosas que le parecen curiosas:

 “Los faranitas, que suelen andar por allí con sus camellos, ponen señales de trecho en trecho, señales que le sirven de guía para caminar de día; y por la noche los camellos van siguiendo esas señales. Con tanta diligencia y seguridad caminan de noche por aquellos lugares los acostumbrados faranitas, como otros pueden hacerlo por caminos llanos. (Itin. Eger., 6,2-3).

En un determinado pasaje, Egeria recibe escolta de soldados:

Desde allí despedimos a los soldados que nos habían prestado su ayuda, según las leyes romanas,  mientras habíamos andado por lugares peligrosos; pero ahora, como era ya la vía pública de Egipto, que pasaba por la ciudad de Arabia y va desde la Tebaida a Pelusio, ya no era necesario molestar a los soldados” (Itin. Eger., 9, 3-4)

Puede que fueran soldados destinados a la protección de los peregrinos por lugares peligrosos o que Egeria gozara de una escolta especial debido a su rango. Es una duda que no nos aclara.

La Tebaida, de Gherardo Starnina (siglo XV)

Pero no todo son grandes descubrimientos en sus excursiones. A veces, se lleva chascos, como cuando va a ver la estatua de sal de la mujer de Lot:

Creedme, señoras venerables, tal columna ya no existe, solo se muestra el sitio. Se dice que fue cubierta por el Mar Muerto. Efectivamente, nosotros no llegamos a ver columna alguna, pues yo no puedo engañaros en nada” (Itin. Eger., 12, 7)

También nos da testimonio de como las viejas ruinas son expoliadas, como cuando un presbítero le cuenta:

 “Mirad, esos fundamentos alrededor del montículo como veis, son del palacio del rey Melquisedec. Hasta el presente, si alguien quiere hacer su casa y toca estos cimientos, encuentra a veces pequeños objetos de plata y bronce.” (Itin. Eger., 14,2)

Hay momentos que nos cuenta intimidades con alegría, como cuando regresando a Constantinopla se encuentra a una amiga en la región de Isauria:

“Encontré allí a una muy amiga mía, a la que todos en oriente tienen como modelo de vida, una santa diaconisa de nombre Marthana, a la que yo había conocido en Jerusalén, una vez que ella subió a orar. Tenía bajo su gobierno monasterios de aputactitas, o sea, vírgenes. Cuando me vio ¡Con cuanto gozo de ambas, que no podría expresarlo!” (Itin. Eger., 23,3)

Porque si algo destaca en Egeria, es su naturalidad. Cuando describe las ceremonias de Semana Santa en Jerusalén, no puede evitar cierta anécdota divertida sobre la cruz de Cristo:

“Puesto sobre la mesa, el obispo desde su asiento coge con sus manos los extremos del madero santo, mientras que los diáconos que están a su alrededor lo custodian. Se vigila así porque es costumbre que, al paso del pueblo de uno en uno, tanto los fieles como los catecúmenos, se van inclinando ante la mesa, besan el santo leño de la Cruz y pasan desfilando. No sé de cuando data la historia de que uno de los que pasaban dio un mordisco a la Cruz y robó un pedazo del santo leño.
Por eso ahora está vigilado por los diáconos que lo rodean, no sea que alguien, al paso, se atreva a hacerlo otra vez.”  (Itin. Eger., 37,2)

Iglesia del Santo Sepulcro 

Cuando Egeria vuelve a Constantinopla cruzando otra vez toda Anatolia, confiesa que se encuentra cansada, pero todavía tiene ganas de volver a Asia, pues su relato acaba cuando nos dice que está ilusionada con ir a Éfeso a ver el sepulcro de San Juan.

 Sin embargo, no sabemos si lo hizo y luego volvió a Hispania o si murió antes de cumplir su deseo. No nos queda continuación de su viaje, pues el texto se acaba con una corta despedida.

 Yo confío en que una mujer con tanta energía debió cumplir su sueño de ver todos los lugares santos posibles, volver locos a sus guías con preguntas y contarlo en persona a sus “hermanas y amigas”, de vuelta en la lejana Hispania, quizá en un jardín sombreado de una villa del Bierzo, donde tres siglos después San Valerio volvería a leerla

Nos despedimos con sus propias palabras, sin retórica, como a ella le gustaba:

“Entretanto, vosotras, señoras, luz mía, procurad acordaros de mí, tanto si estoy viva, como si estoy muerta.”

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