Profesor titular de Derecho Romano en la Universidad Complutense de Madrid
Cuando el Pretor recibió el aviso urgente del Prefecto de la iudad para que acudiese al Foro Imperial, enseguida entendió que ése iba a ser uno de esos días surrealistas. Y mira que le habían tocado ya días de esos, en los pocos meses que llevaba en el cargo.
Pero además sabía que cuando el Prefecto le llamaba era siempre para ponerle en evidencia. Los Prefectos eran cargos nuevos, nombrados personalmente por el Emperador, no escogidos por el pueblo a la antigua usanza. Se jactaban de su poder (sin duda inmenso, pues eran los sustitutos del Emperador cuando éste estaba ausente de Roma) y veían a los pretores como antiguallas, restos anacrónicos de la época republicana y condenados, antes o después, a la extinción. Y por si fuera poco, los Prefectos no perdían oportunidad de cargar de trabajo a los Pretores.
Así que cuando llegó a la entrada de la inmensa plaza y vio a un esclavo encaramado a la cabeza de la altísima estatua del Emperador, mientras su dueño le gritaba improperios desde abajo ante la malévola mirada del Prefecto y el jolgorio del público, supo que, en efecto, éste iba a ser uno de esos días.
Suspiró y se acercó despacio al centro de la plaza. Sus lictores no tenían necesidad de abrirle paso, pues a estas alturas de su año en el cargo se había ganado ya el respeto de la gente: en cuanto la masa ociosa, siempre ávida de diversiones, le vio entrar en el Foro, se hizo respetuosamente a un lado. El Pretor atisbó desde lejos cómo este gesto del pueblo cambiaba la cara al Prefecto, aunque éste logró mantener una forzada sonrisa de superioridad. "Que se fastidie", pensó el Pretor, dispuesto a no darle cancha.
–Bienvenido, Pretor –dijo el Prefecto, secamente–, tengo aquí uno de esos casos "sensibleros" que te gustan. Cada vez hay más de estos, así que gustosamente te encomiendo éste. Y todos los que surjan similares. A ver si tu tan cacareada humanitas es capaz de solucionarlo... –Y con una teatral reverencia le invitó a pasar el centro del círculo abierto por la gente.
La verdad es que era toda una escena: un pobre esclavo se agarraba afanosamente a las orejas de la gran estatua, a unos seis metros sobre el suelo, metiéndole al Emperador un pie en el ojo.
Y su dueño, desde abajo, levantaba el puño con impotencia amenazándole con todas las penas del Tártaro si no bajaba. "Así sí que no va a bajar, cenutrio", pensó el Pretor, y dijo con voz grave:
–Cuéntame, por favor, cuál es tu problema.
–¡Ya era hora, Pretor! ¡Con razón dice el Prefecto que los Pretores no sois ya cargos eficaces! –escupió el ciudadano, fuera de sí y destilando soberbia– ¡Mi esclavo ha huido de mi casa justo cuando iba a castigarle, y lleva ya dos horas subido a la estatua de nuestro divino Emperador! ¡Afrenta sobre afrenta! ¡Además...!
Encaramarse a las estatuas nunca pasó de moda. |
–¿Daño, oh Preto'? –dijo el esclavo desde la estatua, tembloroso, con su marcado acento extranjero –¡Lo que temo e' volver a casa 'e mi amo! ¡E' un de'piadado que no' ca'tiga, to'tura y ejecuta 'in razón!
–¡Como debe ser, perro! –intervino el Prefecto– ¡Como propiedad que eres de este ciudadano, te puede vender, regalar, prestar, heredar... y por supuesto matar! ¡Baja ahora mismo o será peor! ¡Así es el Derecho de nuestros ancestros... y así lo aplicará el Pretor, aquí presente! – Y mientras decía esto, el Prefecto se volvió para sonreír diabólicamente al Pretor.
"Otro caso de saeuitia", pensó el Pretor. "Ciudadanos que tratan a los esclavos como cosas, no como personas. Y este sádico, que sabe que odio esa costumbre, quiere que yo la apoye... Pues si quiere guerra, guerra tendrá".
El Pretor guardó silencio unos segundos, lo justo para acentuar la expectación del público, y dirigiéndose con amabilidad al esclavo colgante, dijo:
–Pareces muy desesperado, pobre hombre. Parece un claro caso de abuso de derecho. No puedo darte la libertad, pero decreto que tu dueño sea obligado a venderte a un nuevo amo – exclamaciones de sorpresa en el público–. Mis lictores os acompañarán al mercado y le forzarán a admitir el precio que le paguen. Que los Dioses te acompañen, esclavo.
–¿¿Estás loco, Pretor?? –reaccionó el Prefecto– ¿Sabes lo que esto significa? ¿Crees que el Emperador permitirá que un mísero magistrado como tú se atreva a limitar los derechos de la propiedad, el más sagrado de los derechos de un ciudadano romano?
–¿Y POR QUÉ NO LO IBA A PERMITIR, PREFECTO? –dijo una voz detrás de ellos.
Busto de Antonino Pío |
–Prefecto, salía justo ahora del Senado y he decidido dar una vuelta por el Foro; hace un día precioso. He oído el escándalo que hay aquí formado y he querido acercarme con discreción... Bueno, con la que mi posición me permite, claro –aclaró sonriendo–. Pero el caso es que estabas tan acalorado gritándole al Pretor de que no te has dado ni cuenta de que, mira tú, ha entrado un Emperador en el Foro.
Risas ahogadas del público; Antonino Pío sabía conectar con la gente.
–La solución del Pretor me parece válida, y así la ratificaré en una constitución imperial. Los estoicos tienen razón cuando nos enseñan que hasta los esclavos son personas, y los juristas afirman que el ejercicio de los derechos tiene también sus límites –. Y volviéndose al Pretor, que con discreción se había retirado a un lado, le dijo: –Has obrado bien, amigo mío. Y me fío de tu consejo: como cada vez se producen más casos como éste, ¿cuál es la vía más eficaz, según tú, de atajarlos?
El Pretor dudó un momento, pero sonriendo para sí, al final pensó "Qué cunnus, se lo merece", y le propuso al Emperador:
–Que a todos los casos como éste se les aplique esta solución y que se atribuya la competencia de tramitarlos TODOS... al Prefecto de la Ciudad.
Y mientras se llevaba el puño a la coraza para mostrar sus respetos al Emperador, pidió a la diosa Fortuna que mantuviera muchos años a Antonino en el trono... y que a él le concediera muchos días como éste.
Y PARA SABER MÁS:
El Emperador Antonino Pío, que junto con Adriano y Marco Aurelio constituye sin duda el modelo del mejor gobernante que dio Roma en su apogeo, efectivamente emitió una constitución imperial ordenando la venta forzosa de los esclavos que se refugiaban en las estatuas del Emperador huyendo de los abusos de sus amos. El texto fue tan revolucionario que se ha conservado en múltiples fuentes: lo recogen los juristas clásicos Gayo (Gai 1,53) y Ulpiano (Dig. 1,6,2), la obra postclásica Lex Dei (Coll. 3,3,1-3) y ya en época bizantina el Emperador Justiniano en sus Instituciones (I. 1,8,2).
Sobre la consideración del esclavo como persona en la filosofía estoica merece la pena leer los comentarios de Séneca en su De clementia (1,18,2), donde narra los terribles abusos a los que ciertos propietarios sometían a sus esclavos.
Y, sí: al final la competencia sobre estos casos le acabó cayendo al Praefectus Vrbi, como nos cuenta Ulpiano (Dig. 1,12,1,8).
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