Profesor titular de Derecho Romano en la Universidad Complutense de Madrid
Escifo de Cábiros. Finales V a. C-Principios IV a. C. |
–¡Y yo te exijo que dejes de llamarle feo, infame esposo!–le gritaba a éste su mujer, también presente.
–¡Y yo exijo que, para eso, se me declare oficialmente el tipo más feo de Roma!– gritaba el otro litigante.
“¿Y yo exijo mucho a los dioses, cuando les rezo cada mañana implorando un poquito de normalidad?”, se lamentaba en silencio el Pretor. “Aunque hay que reconocer que el tipo es un rato feo, por Júpiter...”
Ni qué decir tiene que el público asistente estaba encantado y disfrutando de lo lindo, jaleando a carcajadas cada una de las alegaciones; y es que si éste era sólo el primer litigio del día, la mañana, desde luego, prometía.
Levantándose para intentar imponer silencio, el Pretor miró severo al primer litigante, luego a su esposa, y al fin al feo vocacional. Desde luego, su fealdad no admitía prueba en contrario. Recomponiéndose de la visión, el Pretor se dirigió al primer litigante:
–A ver, cuéntame de qué va este feo asunto...
En ese mismo momento se arrepintió de haber dicho esto, pero ya era tarde: el público había hecho añicos el frágil silencio que su dignitas a duras penas había logrado imponer, y se descoyuntaba de la risa. “Qué más da”, pensó, sentándose otra vez hastiado, “si los dioses me han destinado a un año surrealista, quién soy yo para negar su voluntad. Lo que es hoy, me da igual todo”. Así que se dispuso a conceder a los litigantes todo lo que quisieran. Y fuera.
–Pues el caso, oh Pretor, es que yo contraté a este sujeto para una fiesta en honor a Venus, diosa de la belleza; le contacté enviándole un emisario y pagándole por adelantado, explicándole el tipo de celebración que sería; al fin y al cabo, todo el mundo me había contado maravillas sobre su arte poético y su dominio de la cítara...
–¡Y así es, mi muy exquisito esposo! –le interrumpía su mujer, con retintín– ¡Anoche nos deleitó con una sesión inolvidable de música y poesía deliciooooooosa! –y miraba arrobada al horrendo músico.
–¿Y qué más da eso, oh esposa? ¡En una casa de estetas y sibaritas como la nuestra, no puedo permitir que mis nobles invitados queden expuestos a un espectáculo tan antiestético! ¡Nos debería haber avisado!
Estatuilla romana de terracota |
(Éxtasis hilarante del público. El Pretor, con la cara apoyada en la mano, y ésta en su rodilla, escuchaba como si todo fuera lógico y normal, dispuesto a no dejarse alterar).
–¡Pues ojalá lo haga el Pretor!– respondía el primer litigante– ¡Porque afirmar tu fealdad demostrará que no cumpliste con la finalidad estética de tu contrato, y tendrás que devolverme el dinero!
El Pretor, mirando a los litigantes y a la esposa, creyó de repente entender lo que pasaba; y sin pensarlo dos veces se lanzó a la milagrosa ventana de oportunidad que le iba a permitir quitarse el caso de encima:
–¿Me decís los dos litigantes que estáis de acuerdo en que declare a éste oficialmente monstruoso?
–¡¡Sí, oh Pretor!! –contestaron al unísono. La esposa, observó el Pretor, no protestó esta vez, pero eso sí: no quitaba ojo al adefesio de músico.
“Pues que me aspen, allá ellos”, pensó el Pretor, y levantándose, decretó:
–Yo, el Pretor, digo: el ciudadano músico aquí presente constituye un supuesto de fealdad tal, que puede y debe ser declarado “monstruoso”, es decir, “digno de ser mostrado”, por ser considerado ajeno a las proporciones humanas. He dicho.
El aludido sonrió encantado, y tras hacer una respetuosa reverencia al Pretor, se puso directamente bajo el estrado, y en alta voz preguntó:
Estauilla romana de terracota |
–En efecto, ciudadano– corroboró el pretor, que se había dejado caer de nuevo en su silla.
–¿Y que por tanto no puedo ser titular de derechos ni obligaciones... incluida la de devolver el dinero a este tipo de aquí al lado?
–Así es, ciudadano– respondió perezosamente el Pretor.
El primer litigante asistía alucinado a la conversación, y sólo acertaba a balbucear: –¡Pero...! ¡Pero....!
–¿Y es cierto, oh Pretor, que en mi nueva situación jurídica no soy más que un esclavo sin dueño, no más que un objeto abandonado, una concha en la arena o una flor del campo de la que cualquier viandante puede apropiarse?
–Si, ciudadano.... te has asesorado bien– respondía el Pretor, con aire ensimismado.
–¡¡Pues me lo apropio!!– gritó la mujer, que ya no podía disimular más, echándole los brazos al cuello al fangoso y satisfecho músico, y llevándoselo casi a rastras entre aplausos del público.
Y entre los “¡Pero...! ¡Pero...!” del primer demandante, el Pretor hizo una seña para dejar pasar a los siguientes litigantes. No sé qué de un ciudadano que había atravesado ilegalmente por las fincas de los vecinos, saltando de valla en valla, persiguiendo a su enjambre de abejas huido. Nada: otro día normal.
Y PARA SABER MÁS:
El requisito de no ser un monstrum al nacer para poder disfrutar de plenos derechos es un principio tradicional del Derecho Romano, confirmado entre otros por el emperador Justiniano en el año 530 d. C. (CJ. 6, 29, 3, 1).
Pero más increíble aún es que el requisito de “tener forma humana” para ser considerado “persona” en sentido jurídico haya sobrevivido desde Roma a lo largo de toda la historia del Derecho español... llegando a estar vigente hasta ayer mismo, en el artículo 30 del Código Civil: sólo en 2011 (!) se procedió, por fin, a su derogación.
(Y, por cierto: ¿propietarios que van saltando cercas ajenas en pos de un enjambre de abejas...? Pues sí: para desesperación del Pretor, también eso acabaría en nuestro Código Civil vigente; concretamente, en el art. 612).
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