Por Javier Rodríguez
Un documento encontrado en las ruinas de la ciudad de Ugarit, en la actual Siria, contiene la crónica de uno de los primeros eclipses conocidos. Cotejando la información que aporta con nuestro conocimiento del firmamento, los estudiosos han datado el fenómeno el 3 de mayo de 1375 a. C. Esta fecha revela el interés con el que la Humanidad ha vuelto desde tiempos remotos la faz hacia los astros.
La primera motivación para la observación astronómica es netamente religiosa. Todas las culturas interpretaron que los planetas, las únicas estrellas que tienen movimientos propios, eran dioses o sus mensajeros directos. Por tanto, conocer sus movimientos era importantísimo para interpretar sus deseos correctamente y mantener el culto.
Más tarde, la Humanidad se dio cuenta de que el movimiento del firmamento tiene ciertas regularidades que ayudaría a medir el tiempo y predecir el clima. Ordenar las actividades humanas mediante un calendario preciso pasó a ser una necesidad vital cuando una población cada vez mayor profundizó su dependencia de las buenas cosechas y el aprovechamiento correcto de los pastos.
Los movimientos celestes son tan regulares que la actividad comercial agudizó el ingenio e hizo de la astronomía la mejor herramienta de navegación: no solo para guiar los barcos en el mar, sino también para predecir los vientos estacionales que permitían las rutas de larga distancia. Con la observación meticulosa del firmamento durante siglos, primero los sacerdotes, luego los astrólogos y después los filósofos se dieron cuenta de que existen ciertas reglas generales, ciertas regularidades en los movimientos que permiten hacer predicciones a futuro.
Sin duda los sumerios fueron los primeros en sistematizar el estudio de la astrología con fines religiosos. Pero eso les llevó a anotar casi diariamente cualquier movimiento de los planetas en el cielo. Con la compilación de datos a través de los siglos los sacerdotes supieron comprender con mucha precisión (aunque escasa exactitud) los ciclos de los planetas y las estrellas. Todos estos pasos llevaron involuntariamente, aunque de forma muy intuitiva, hacia el conocimiento científico de forma natural. Lo mismo ocurrió en India y China, aunque no estamos seguros de si algunos conocimientos llegaron de Mesopotamia o los adquirieron de forma autónoma. Quizá, al enfrentarse a problemas parecidos llegaron a las misma conclusiones por cuenta propia.
En Egipto, parece que por influencia mesopotámica, también dieron ese paso. Los sacerdotes egipcios mantenían los entresijos de la religión como algo secreto y prohibido al pueblo, pero llegaron a conocer el cielo de forma muy precisa puesto que sabían predecir las crecidas del Nilo y conocían el mecanismo de los eclipses.
La difusión de estos saberes por el Mundo Antiguo no fue un proceso fácil. Hay que tener en cuenta que el acceso a lo que ahora llamamos ciencia estaba reservado a las clases adineradas y a la élite sacerdotal. Tanto en Mesopotamia como en Egipto, ingresar en el templo significaba entrar a formar parte de una casta
privilegiada con obligación de guardar un absoluto hermetismo sobre gran
parte de los conocimientos que se adquirían.
Tales conocimientos se transmitían de generación en generación, a menudo
más por transmisión oral que por documentos escritos. Dicho traspaso de
saberes se realizaba a un grupo muy limitado de alumnos, por lo que la
innovación era escasa y poco deseable (en el aspecto religioso, por
ejemplo).
Cualquier catástrofe, revolución o invasión violenta podía arrasar con
el conocimiento acumulado. Eso es lo que vemos en Egipto
durante las transiciones entre los imperios antiguo, medio y nuevo. Otro
ejemplo lo vemos en Mesopotamia, donde el conocimiento que tenemos de la historia
de Asiria proviene casi exclusivamente de las tablillas de arcilla
encontradas en la biblioteca de Asurbanipal en Nínive: para fortuna
nuestra el palacio fue incendiado por Nabopolasar en el 612 a. C. y las
tablillas de barro de la biblioteca del palacio se transformaron en
cerámica más resistente.
Curiosamente, gran parte de los conocimientos astronómicos de
Mesopotamia llegan a Grecia gracias a una de estas tragedias. Muere el
emperador persa Darío y Babilonia se subleva. En el 484 a. C. Jerjes, su
sucesor, toma la ciudad y la saquea, arrasando además los templos pues
en un fanático zoroastrista. Esto produce muchos exiliados y entre ellos
dos sacerdotes, Beroso y Cidenas, que se instalan en las ciudades
griegas del Asia menor. Allí se ganan la vida como astrólogos y crean
escuelas donde enseñar su ciencia. Así, la astronomía de la vieja
Babilonia desembarcó en Grecia. Allí, y más concretamente en la región de Jonia, los filósofos comenzaron a despojarse de las motivaciones religiosas y quisieron comprender la parte física de la naturaleza del cielo. Por primera vez el conocimiento en sí se toma como motivación principal:
Es gracias a las conquistas de Alejandro Magno cuando el mundo oriental y occidental se encontraron definitivamente y los filósofos griegos tuvieron acceso a los registros en Babilonia y Tebas. A partir de entonces los conocimientos astronómicos celosamente guardados circulan libremente por todo el Mediterraneo. Tenemos un ejemplo extraordinario en una extensa carta que Arquímedes de Siracusa envió a Eratóstenes de Cirene: por tanto, tenemos certeza de comunicaciones fluidas e intercambio de conocimientos en todo el mundo antiguo en época helenística. Sin ellos no se hubieran creado las grande bibliotecas de Alejandría y Pérgamo, a semejanza de las que bahía en Nínive, Babilonia o Menfis.
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