martes, 20 de noviembre de 2012

Demarato, el tópico literario







 Nos toca hablar de otro griego, para no caer en latinismos exagerados. En este caso, nada más y nada menos que un rey espartano... pero de los secundarios. Porque también hay reyes en papeles de reparto, sobre todo si tu pueblo es tan peculiar como para tener dos reyes a la vez y tu colega es un fanático de chupar cámara.


 De Demarato, por tanto, no hablan muchos, pero quedan fuentes. Principalmente, Heródoto, pero, como luego veremos, se convirtió en el “consejero de reyes” más famoso, por lo que es citado en la Anábasis del militar Jenofonte, por el erudito Diodoro Sículo en su Biblioteca Histórica, el viajero Pausanias en su Descripcion de Grecia y es víctima de las citas de los filósofos ligeros, como Ateneo en el Banquete de los Eruditos y hasta de los más sesudos, como Séneca. Es la servidumbre de convertirse en un tópico literario. Hasta hicieron un busto en su honor, que pongo de portada a este artículo.

 Nuestro Demarato, hijo del rey Aristón, fue un diarca espartano, de la familia real de los Euripóntidas. Digo diarca porque no era monarca muy a su pesar, ya que siempre eran dos los reyes que se repartían el trono de Esparta. El otro tenía que ser de la familia de los Agíadas. 

 Así de rarita era la ley en Esparta, que exigía dos reyes en vez de uno, los cuales eran controlados por cinco secretarios, los éforos, y un consejo de guerreros jubilados que hablaban muy poco y solían tener mala leche. Mejor no darle muchas vueltas a este galimatías político.

 Cuando subió al trono, a Demarato le tocó por colega el agíada Cleomenes. Corría el siglo VI a. C., allá por el año 515. Ni que decir tiene, que ambos se llevaban fatal, como era costumbre de los reyes espartanos.

 Por aquellos años, comenzaba la aurora de una nueva etapa en la historia de Grecia, con Atenas como protagonista y Esparta como antagonista. 

 Atenas echó en 510 a.C. a su tirano con la ayuda de Esparta, la cual pronto se arrepintió por el rumbo democrático que tomaron los hijos de Atenea, despendolados hacia la igualdad ciudadana, que no era nada acorde con las oligárquicas costumbres de los lacedemonios. Por lo que Cleomenes decidió instalar a otro tirano a la sombra del Partenón, uno más manejable, pro espartano y clasista como los dioses mandan.

 En poco tiempo juntó al ejército y consiguió la ayuda de Corinto. El audaz Cleomenes se movía demasiado a su aire para los gustos de los éforos y los guerreros jubilados, nada amantes de reyes independientes y decididos. Así que Demarato decidió que era hora de putear a su colega sin recibir demasiadas críticas. Cuando el ejército espartano y sus aliados corintios estaban en Eleusis, apenas a veinte kilómetros de Atenas, Demarato dijo ahí te quedas y se volvió con su parte del ejército, y también se fueron los corintios, que pasaron de seguir a Cleomenes viendo el mal rollito que tenían los espartanos entre ellos.

 Se llamó al suceso con el nombre de “El Divorcio de Eleusis”, que suena más a telefilme de sobremesa que a evento político, pero es que los griegos eran unos marujones para estas cosas.

 Cleomenes se quedó con el orgullo herido y sin expedición de conquista, pero se guardó de decir nada... por el momento.

 En 491 a.C. la isla de Egina ofreció su “agua y tierra” al Gran Rey de Persia, expresión ritual que los persas obligaban decir a otros pueblos para que los aceptaran como sus señores y que hoy haría las delicias de los ejecutivos de las petroleras.

 Atenas, que se las daba de líder antipersa, pidió ayuda a Esparta para acabar con los traidores filopersas de Egina. El rey Cleomenes se apuntó de cabeza a una expedición contra la isla que daba su tierra y agua a un bárbaro oriental, aunque la pidiera la escoria igualitaria de Atenas. Pero Demarato se dio cuenta de que los éforos y los guerreros jubilados no estaban otra vez a favor de una expedición. Por lo que la operación fue frustrada.

 No cabe duda de que, frente a la audacia y el arrojo de Cleomenes, Demarato se nos presenta como un personaje prudente y astuto.

 Pero a Cleomenes se le pelaron los cables con esa nueva humillación. Llevaba más de veinte años aguantando a su colega. Demasiados. Decidió destronarlo, pero esta vez, dejaría a un lado su habitual arrojo y usaría la astucia de la que hacía gala su rival. Para ello nada más eficaz que dar una bolsa de dinero a los sacerdotes de Delfos.

 Entregada la bolsa, el oráculo profetizó, claramente y sin su habitual lenguaje enigmático, que Demarato no era hijo de su padre y que semejante bastardo no podía ser rey de Esparta.

 Ya decía Maquiavelo que los hombres son tan simples, que el que engaña con arte y pompa, siempre encuentra a quien engañar. Así que obligados por el solemne oráculo y la superstición, los éforos y la asamblea de guerreros jubilados decretaron al momento que el nuevo rey sería Leotíquidas, pariente y rival de Demarato, el cual fue destronado y recibió el humillante cargo de director de la Gimnopedia, algo así como jefe del entrenamiento infantil.

 Cleomenes había ganado con su argucia y Demarato, humillado y burlado, decidió irse al exilio antes que soportar a los críos espartanos, que eran unos macarras de cuidado.

 Pero a Demarato le salió un  protector hospitalario. El Gran Rey Darío, que era un poco basto, pero nada tonto, lo llamó a su imperio y le regaló el gobierno de las ciudades de Pérgamo, Theutrania y Halisarna, a cambio de sus consejos como asesor. El viejo rey ya planeaba invadir Grecia y vio en el rey exiliado un buen apoyo.

 Así que, de la noche a la mañana, Demarato pasó de rey destronado de una polis militar a sátrapa oriental de amplios, ricos y decadentes territorios. Es evidente que ganó con el cambio.

 También pasó a convertirse en un personaje tópico de la Antigüedad: el griego asesor de bárbaros. Seguro que hay más leyenda que verdad en tal tópico, pero Heródoto nos lo presenta como un cercano cortesano de Darío, al que recomienda a Jerjes como sucesor. El cual, agradecido, lo tendrá también como consejero cercano durante su reinado, y lo llevará a su lado en su invasión de Grecia. Quizá Demarato suspiraba volver a su tierra como una especie de sátrapa de Jerjes o con algún cargo semejante, quién sabe.

 Aunque Heródoto nos cuenta que, atacado de patriotismo, avisó a sus compatriotas de la invasión persa enviando un mensaje oculto en una tablilla de cera. En la cera misma no había nada escrito, lo que pareció a los espartanos demasiado lacónico incluso para ellos. Pero la reina Gorgo, mujer de Leónidas, y más avispada que el rebaño de machotes musculados que la rodeaba, recomendó que quitasen la cera para ver si había algo debajo. Así era. En la madera bajo la cera estaba inscrito el aviso de Demarato.

 Es una bonita historia, pero como la cuenta el tarambana de Heródoto no es de fiar. Es improbable que Demarato se arriesgara a tanto. Sabía que Jerjes tenía espías en todas partes y si avisaba a los espartanos se enteraría más temprano que tarde. Además, Jerjes tenía el vicio muy persa de cortar la nariz y las orejas a los traidores.

 Más cierto parece que, como consejero real, describiera en las Termópilas al Gran Rey como eran los espartanos y que le avisase que Leónidas y sus trescientos guerreros no iban a ser perita en dulce.

 No mentía. Tras comprobar como ese puñado de bestias masacraban a sus Inmortales, Jerjes tuvo en el futuro la mayor consideración de sus consejos. Por cierto, Demarato seguramente no lloró una lágrima por Leónidas. Después de todo, era el hermanastro y sucesor de su odiado Cleomenes.

 Tras el fracaso de la expedición persa en Salamina y Platea, Demarato, resignado, volvió a su pequeño principado, ya sin ninguna posibilidad de volver a Grecia. Allí todavía vivía en el 466 a. C., casi cincuenta años después de su ascenso al trono espartano. Así lo cuenta Plutarco en su Vida de Temístocles, pues fue el anfitrión del ateniense vencedor de Salamina cuando sus paisanos, según vieja costumbre con sus héroes, lo mandaron a tomar por saco.

 Pero Demarato dejaría huella en el futuro más allá del tópico literario del griego consejero de bárbaros. Sabemos que después de la muerte de Alejandro, casi dos siglos más tarde, todavía había príncipes que se titulaban descendientes de Demarato y que gobernaban las ciudades que Darío le había regalado.

 La Historia fue otra vez burlona: un rey espartano, modelo de asesor sabio, dando origen a una dinastía de orgullosos sátrapas orientales.

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