jueves, 28 de septiembre de 2017

Manlio Torcuato. Los supervivientes de Cannas


Adusto republicano.
Durante buena parte del periodo republicano, los romanos más conservadores miraron con nostalgia el tiempo en el que las costumbres de los antepasados eran respetadas y la gente vivía con sencillez y austeridad. Mary Beard opina que los buenos viejos tiempos nunca existieron realmente. Pero algo inexistente logra resultados muy reales, cuando un número suficiente de personas lo toma como real. La Historia de Roma está repleta de personajes que aplicaron el ancestral (¿e idealizado?) código ético a su momento. A menudo los resultados fueron fatales, como vamos a comprobar en las próximas entregas sobre Tito Manlio Torcuato. Pero, antes de abordar el papel de nuestro personaje, el primer episodio nos traslada a una llanura al sur de la Península Itálica.


El año 216 a. C. fue dramático para Roma. Después de dos años encajando derrotas en suelo itálico, la ciudad había hecho un gran esfuerzo para reunir un enorme ejército que acabase con la amenaza de Aníbal. El cónsul Terencio Varrón estaba convencido de que una acción decisiva aplastaría al cartaginés y eliminaría de un plumazo las dudas que empezaban a socavar la relación de Roma con los aliados itálicos.

Terencio Varrón y su colega en el consulado, Emilio Paulo, se pusieron en marcha hacia el sur con 16 legiones. Tras algunas maniobras y escaramuzas, se encontraron con el enemigo el 2 de agosto, con un resultado catastrófico.

Si bien el despliegue se hizo según el plan, los romanos fueron rodeados gradualmente. Sin apenas sitio para combatir, el ejército romano acabó siendo presa del pánico. Cuando las filas se rompieron, comenzó una carnicería en la que pereció la mayor parte del ejército. Unos pocos lograron escapar a las localidades vecinas, incluyendo a Terencio Varrón, mientras que 17.000 hombres atrapados en el campo se retiraron como pudieron a dos campamentos. Desde la empalizada, la “multitud desarmada y sin jefes” asiste a un anochecer aterrador, viendo cómo los cartagineses acababan con los focos de resistencia.

La línea romana cede y se desmorona. Autor: Igor Dzis
 Aprovechando la noche, el agotamiento del enemigo y las celebraciones de la victoria, más de 5.000 romanos se escabullen entre las sombras. Unos en grupo, otros desperdigados a través de los campos; todos se dirigen a zona aliada para salvar la vida. Atrás quedan los heridos demasiado débiles para la marcha; también los atribulados que no quieren arriesgarse a abandonar su refugio y enfrentarse a los merodeadores.

Los primeros rayos de sol renuevan la visión apocalíptica desde la empalizada romana. La llanura se extiende cubierta de los cadáveres de compañeros que están siendo despojados por saqueadores. Los heridos son rematados.

A media mañana, las fuerzas cartaginesas se vuelven a movilizar. Construyen un talud para impedir aprovisionarse de agua a los romanos que se acuartelaron cerca del río. Esta maniobra y las nutridas filas púnicas cerrando el sitio son un golpe muy fuerte para el ánimo de aquella multitud desmoralizada por los acontecimientos del día anterior y las heridas. Agotados por el esfuerzo y la falta de sueño se preguntan: “¿Es un crimen sobrevivir a la batalla, después de la muerte de 50.000 compatriotas?”

Aníbal celebra la victoria. Alexander Yezhov.
Antes de una hora, antes incluso de lo que esperaban los púnicos, los defensores solicitan negociar los términos para deponer las armas. La rendición tiene un efecto casi inmediato sobre el otro campamento romano. Cerca de 4.200 hombres, “los que tenían más fuerzas y coraje”, aprovechan que la atención del enemigo se concentra sobre el campamento que se rinde para huir y encontrarse con los restos del ejército vencido. Los que se quedan renuncian a resistir.

En total, los cartagineses han hecho el día posterior a Cannas otros 7.000 prisioneros. Caídos en desgracia, sus ojos se volvieron hacia Roma.

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