¿Pero de quién hablamos? Empecemos por el principio, por la feliz e inocente infancia, que raramente suele ser ni una cosa ni la otra. Según unos era hijo del senador Licinio Craso Damásipo y según otros del pretor urbano Lucio Junio Bruto Damásipo. Alguno incluso se refiere a él como senador, cosa bastante improbable ya que se dedicaba abiertamente al comercio y los negocios, algo muy mal visto por los miembros de la honorable curia, que consideraban tales actividades impropias de un verdadero padre conscripto, cuyo deber era condenar tan vergonzosos chalaneos en público mientras bajo mano se dedicaba a ellos con fervor de converso.
En el primero de los casos estaría emparentado con el gran Craso, el triunviro, y en el segundo con 'ese' Bruto, sí, el que mató a César. En cualquiera de los casos, tampoco importa demasiado, puesto que ambos eran dos verdaderos magos de las finanzas. De casta le venía al galgo.
Sea como sea, desde muy joven parece que decidió olvidarse de la vida política y del cursus honorum, un verdadero deporte de alto riesgo en aquella época, y dedicarse a merodear por las Bóvedas de Jano, también conocidas como el “Mercado Griego”, porque se decía que su funcionamiento estaba copiado del de Atenas. Se trataba de unos pasajes cubiertos situados en el Foro, donde se reunían los que traficaban con participaciones comerciales, activos financieros, materias primas, cosechas…
Existían las “opciones”, el “apalancamiento”, las operaciones a crédito y los “futuros” —Tales de Mileto se forró una pila de siglos antes apostando por que se produciría un cosechón de aceitunas—.
Sin embargo, siempre que leáis u oigáis algo sobre su funcionamiento irá acompañado de la inevitable coletilla “se parecía poco a nuestro actual mercado de valores”, recordando que no existían las “acciones” como tales —aunque sí las participaciones negociables en sociedades, sin ese nombre, una diferencia sin duda fundamental—y otros detalles sobre instrumentos financieros. Lo que de verdad quieren decir es que ese mercado desregularizado, corrupto, especulador y salvaje no tiene nada que ver con nuestro actual sistema reglado, transparente, honesto y seguro, bajo cuya tutela la sociedad, o sea todos nosotros, podemos dormir tranquila y profundamente.
Nuestro hombre no tardó en destacar en ese ambiente, y a base de audacia, habilidad y suerte llegó a amasar una inmensa fortuna, tan grande como para sobresalir en aquella época de mega-potentados. Se convirtió en un personaje famoso y admirado, un ejemplo a seguir, hasta el punto de ser conocido entre la plebe como 'El hijo de Mercurio'.
Fueron días de vino y rosas, en los que sus fiestas eran el no va más del lujo y el derroche. Toda la alta sociedad esperaba con ansia su invitación, porque si no asistías a alguna de ellas “no eras nadie” en Roma.
No faltó quien criticó tanta excentricidad, calificándola de absurda, de chabacana, de vulgar, pero lo más probable es que el bueno de Damásipo supiera muy bien lo que estaba haciendo. Las fiestas eran, entonces y ahora, un lugar privilegiado para los negocios: muchas personas, que en otras circunstancias nunca hubieran hecho tratos con él, o los hubieran hecho en condiciones mucho más exigentes, se mostraban extremadamente comprensivas con tal de asegurarse de que seguirían siendo convidadas.
Fue poco a poco especializándose en el lujo; arte, antigüedades, productos exóticos, “pelotazos” inmobiliarios… No tardó en coincidir con otro especulador que operaba en los mismos sectores, un recién llegado de provincias que dedicaba el numeroso tiempo libre que sus negocios le dejaban a la abogacía, la política y la literatura: Marco Tulio Cicerón.
No parece, sin embargo, que congeniasen demasiado. Sabemos que en una ocasión el famoso orador estuvo en casa de Damásipo y este le agasajó con un vino de Falerno de más de 40 años, detalle que él agradeció con un ambiguo “refleja bien su edad”. Ambiguo e irónico, pues en una carta a Bruto se burlaba de aquellos que gustaban del Falerno muy añejo solo porque era el más caro, cuando en realidad la excesiva vejez le había privado de su suavidad y sabor y “realmente no se puede beber”.
¿Era Damásipo un inculto patán? Puede ser, o quizás el conocido marchante de arte y antigüedades, miembro de alguna de las familias de más rancio abolengo de la ciudad, eligiera el vino en función de su huésped, al que solo vería como un presuntuoso arribista provinciano.
Poco después intentaron un negocio en común, pero no llegó a cuajar. Conocemos los detalles gracias a la correspondencia de Cicerón y son bastante interesantes. En primer lugar nos revela cómo operaba un senador en el mundo comercial; Cicerón no es, en principio, más que un intermediario que se dedica a poner en contacto a “un amigo”, en este caso Fabio Galo, con “otro amigo”, Damásipo, sin que oficialmente se lucre de ninguna forma. Al parecer el arpinate encargó al tal Galo una serie de estatuas de temas mitológicos —Baco, Marte, las musas…— con la idea de vendérselas después a nuestro hombre, pero este se negó a comprarlas, y por muy buenas razones: según el propio Cicerón, Galo había pagado a Aviano, el escultor, “por esas cuatro o cinco estatuas lo que no valen ni todas las del mundo” y con el precio de una sola “de mejor gana hubiera yo comprado una casa en Tarracina”. Renuncia generoso, eso sí, a su comisión (“No me importa que de todas esas compras no quede nada para mí”), pero se niega a hacerse cargo de las esculturas (“No sabría dónde ponerlas”). Culpa de lo sucedido a uno de sus libertos, que parece ser el que había realizado el encargo a Aviano, por medio de un amigo suyo llamado Junio, en nombre de Fabio Galo.
Resumiendo: al final Galo tuvo que desembolsar su costo y quedarse con ellas.
Quizás en aquel momento Damásipo ya había empezado a experimentar las primeras dificultades económicas. La convulsa situación política que sufría Roma tuvo su repercusión en la economía y en los mercados financieros, un momento muy tentador para los que gustan de apostar fuerte, arriesgándose a ganarlo o perderlo todo.
Y Damásipo perdió.
Poco después sabemos, también por Cicerón, que puso a la venta su impresionante finca a orillas del Tíber, dividida en parcelas para facilitar su adquisición. Pero no fue suficiente.
Agobiado por las deudas, que ahora le reclamaban sin tregua los mismos banqueros que hasta hacía nada se peleaban para ofrecerle dinero, su imperio se derrumbó. Y él lo perdió todo.
Lo perdió todo de verdad, no como los magnates de ahora, que se cubren bien las espaldas mientras arruinan a cuantos dependen de ellos. Juvenal nos lo presenta tratando de ganarse la vida como actor; él, que fue el más rico entre los más ricos, ante un público que acudía en masa para disfrutar burlándose del poderoso caído a lo más bajo.
Puente Fabricio, en su apariencia moderna |
Esternino, del que sabemos muy poco pese a que escribió más de 220 libros, todos perdidos, pertenecía a la escuela estoica. Pero al contrario que Séneca y muchos otros pensadores de esta corriente que consideran el suicidio como una salida justa y honorable, él coloca el valor de la vida por encima de todo, afirmando que ningún mal que se pueda llegar a padecer justifica el renunciar a ese bien supremo. Más aún porque el verdadero estoico debe saber aceptar con calma tanto las desgracias como las alegrías que le depare el destino, sin darles a unas ni a otras una importancia que no tienen.
Así le invita a ignorar a todos aquellos que se burlaban de él y le llamaban loco, demostrándole que, a nuestro modo y manera, locos estamos todos.
Y no solo evitó que saltase, sino que lo convirtió en su discípulo, dedicando el resto de su vida —bastante larga a juzgar por las fuentes— a predicar los principios de esa rama del estoicismo.
Os invitamos a leer la encantadora segunda sátira de su tercer libro que Horacio le dedica por completo. Llena de suave ironía, e incluso de ternura, en ella el gran poeta se burla de sí mismo, del filoso exfinaciero, del estoicismo, del epicureísmo y de todos nosotros.
No podemos, sin embargo, resistirnos a dejaros, a modo de aperitivo, una cita que, sin duda, debería presidir la entrada a la sala de juntas de toda entidad financiera:
Si administrar mal la hacienda es de insensatos y de cuerdos administrarla bien, mucho más desquiciada tiene la cabeza Perelio (el banquero), cuando te dicta obligaciones (te concede créditos) que nunca podrás satisfacer.Lástima que los dirigentes del mundo lean tan poco.
Por Enrique Santamaría Urtiaga
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