martes, 10 de julio de 2012

Tirón, el perfecto secretario





 Siguiendo con nuestra galería de personajes secundarios, hoy nos toca hablar de otro romano garabateador de letras, nunca mejor dicho.
Allá por el comienzo del siglo I antes de nuestra era, cuando Julio César era un niño que jugaba con soldaditos por las calles de Roma, en un cuchitril de una villa de la provinciana Arpinum, nació un verna, un esclavo hijo de esclavos, al que llamaron Tirón.
Los dueños de sus padres eran los Tulio Cicerón y su destino, con suerte, sería el de un esclavo doméstico más entre el numeroso séquito de la familia. Unos nuevos ricos de provincias que aspiraban a que sus avispados hijos hicieran carrera en la capital.

Con el paso de los años, el joven Tirón debió de demostrar una notable inteligencia e interés por aprender. Estaba en buena casa para ello, pues el hijo mayor de la familia, M. Tulio Cicerón, demostraba las mismas cualidades, aparte de una enorme ambición política que le hacía soñar con mármoles, lictores y pliegues de togas.
Pronto debió de surgir una afinidad entre amo y esclavo, nunca amistad, desde luego, pues las diferencias sociales eran insalvables y cada uno en su sitio correspondiente. Hasta que, no se sabe cuando, Cicerón lo convirtió en su secretario personal, salvando a Tirón de un destino oscuro e incierto en el servicio doméstico. 

 En las cartas que escribió a su amigo Ático, Cicerón comienza a citar a su esclavo Tirón por el año 70 a. C., ya como un “joven” que le lleva todos sus asuntos, desde el cuidado de la casa hasta los asuntos financieros. Con lo metido que estaba Cicerón en política y estudios diversos, todo el día discurseando, filosofando en cenas con los amiguetes, leyendo obras de griegos, dictando las suyas y escapando por los pasillos de los reproches de su mujer Terencia, es evidente que Tirón debió de estar muy ocupado.

 Pero tenía algún tiempo para pensar y estudiar antes de dormir. Según Aulo Gelio, se convirtió en un respetado filólogo a la vera de su amo. Pero su verdadero logro, por el que pasaría a la galería de personajes secundarios de este blog y de la Historia, fue otro también relacionado con las palabras, en su aspecto más práctico: descubrir un método de escribirlas de forma efectiva y rápida.
Porque Tirón, el esclavo, es el padre de todos los taquígrafos del mundo. Ya saben, esas personas que mueven los dedos como locos, sin levantar la cabeza, a los pies de los oradores en el parlamento.

 Ya Plutarco y Diógenes Laercio nos cuentan que Jenofonte tenía un método rápido de escribir los diálogos de su maestro Sócrates, cuando deambulaba por las calles de Atenas de taberna en taberna. En Roma también existían una lista de abreviaturas, atribuidas al poeta Ennio, que se utilizaban para transcribir discursos. Pero fue Tirón el primero que creó un sistema que las simplificaba, aumentaba y organizaba en una técnica, como mencionamos en la página 65 del número 7 de Stilus.
 Tener un amo verborreico debió ayudar mucho, desde luego.

 No se sabe bien cuando Tirón comenzó a usar sus laberínticos pero útiles signos. Es evidente que empezó trascribiendo a su amo. Puede ser en su discurso contra Verres, ya tan pronto como el 70 a. C., o más tarde, en noviembre del 63 a. C., cuando Cicerón comenzó a soltar sus Catilinarias en el Senado.
Lo cierto es que un mes después, como nos cuenta Plutarco, cuando Catón pidió la condena a muerte de Catilina

“este discurso fue conservado porque el cónsul Cicerón dispuso aqui y allí, en el pleno, velocísimos escribientes, y los instruyó para que registrasen los discursos con ciertos signos breves, los cuales equivalían a muchas letras.”

 Había nacido el cuerpo de taquígrafos. Y es muy probable que Tirón estuviera entre ellos durante el consulado de su amo, como jefe de servicio.

 A partir de ese momento, se va a taquigrafiar todo discurso importante y cuando César sea cónsul, tres años después,  establecerá que las sesiones del Senado sean registradas por taquígrafos para su publicación en el Acta Senatus, el “periódico” de Roma.
Gracias a Tirón, todo la ciudad conocería las acusaciones, alabanzas y chascarrillos que soltaban desde sus escaños los senadores. Los cuales ahora tendrían que cuidar mucho sus palabras para no convertirse en objeto de la malignidad de sus satíricos paisanos.

 Pero no hay triunfo sin su precio. A la larga, puede que el invento causase la ruina de su amo. Porque tras el cese fulminante por apuñalamiento de César, su lugarteniente Marco Antonio no encajó bien la lectura de los discursos perfectamente transcritos que Cicerón pronunció contra él. Nada bien, realmente.
 Juró que clavaría las manos que habían escrito semejantes discursos en la puerta del Senado. Desgraciadamente, el Antonio era un hombre de palabra... por lo menos cuando se cabreaba.
A finales del 43 a.C. el llamado padre de la patria, Tulio Cicerón, fue decapitado y sus manos clavadas donde el cabreado Antonio había jurado hacerlo.

 Tirón tuvo un mejor final. Convertido en liberto adinerado en el testamento de su agradecido amo, con una edad alrededor de los cincuenta, ya con el derecho a llevar el tria nomina (Marco Tulio Tirón) de las personas libres, decidió retirarse a una villa el resto de su larga vida, donde escribió varias obras de las que no nos han llegado ni fragmentos, mientras observaba la transformación de la república romana en un imperio personal dirigido por un reumático convertido en dios y Augusto.

 Moriría en el 4 a. C., cerca de los noventa años. En una época muy diferente a su juventud. Seguramente, recordando el gran tiempo de los oradores que le tocó vivir y que, gracias a su invento, a esos signos serpenteantes y lunáticos, permanecerá siempre al alcance de la posteridad.

 Recuerden al viejo Tirón cuando, al encender la tele, vean en el hemiciclo del parlamento a esos tipos callados y discretos en su parte más baja, tecleando como posesos los discursos descafeinados que abundan en nuestro tiempo.
Quizá no están tan ocupados como pensamos y se hayan puesto en modo automático, ajenos a la mediocridad que les rodea, mientras sueñan con Catilinarias inmortales, rodeados de mármoles, lictores y pliegues de togas.

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