martes, 24 de octubre de 2017

Manlio Torcuato. Una reunión tensa en el Senado


Una nutrida muchedumbre se concentra en el foro para conocer las noticias: ese día el Senado recibe a una delegación de los prisioneros romanos en poder de Aníbal. Roma lleva semanas con los nervios a flor de piel. Tras la aplastante derrota de Cannas, todos esperaban que el general cartaginés cayese sobre la ciudad para arrasarla.

Proliferaron los rumores sobre la inminente destrucción de la ciudad. El Senado se hizo con la calle para impedir que se expandiese aún más el pánico y la desmoralización, obligando a los ciudadanos -a veces con métodos demasiado apremiantes- a dispersar los corrillos y volver a sus casas.

Pasan los días y el apocalipsis no llega: el púnico no se propone borrar a su rival de la faz de la tierra. Sin embargo, esta decisión no trae alivio para los romanos, que pasan de la desesperación a la desolación por la suerte de los combatientes, pues se había extendido el rumor de que la aniquilación de las fuerzas romanas había sido total. Pocos hogares escapan a la tristeza, ya que el ejército era tan grande que prácticamente todos tenían a alguno de sus miembros sirviendo en él. No será hasta un poco más adelante que una carta de Varrón, el cónsul superviviente a la derrota, informe de que hay más de 10.000 hombres que lograron ponerse a salvo, mientras que entre 6.000 y 8.000 están en poder del cartaginés.


Cuando, por fin, la delegación de los prisioneros romanos llega ante el Senado con las condiciones de su rescate, el Foro está atestado por curiosos, desocupados y familiares de los caídos y los presos. Todos -hombres y mujeres, populacho y honestas matronas- se mezclan en una escandalosa promiscuidad, para la sensibilidad de aquella época. La muchedumbre abarrota la zona e incluso ha tomado el vestíbulo de la Curia para oír desde allí la sesión. La emoción tensa el ambiente.

Los representantes de los prisioneros no tenían un papel fácil ante el Senado, porque la mentalidad romana no aceptaba el pago de un rescate por aquellos que habían caído en poder del enemigo. En algunos ambientes es posible que se recibiesen sus palabras con hostilidad: los más belicistas debían de ver en su petición de ayuda como un recordatorio de la derrota, mientras que algunos familiares de los caídos considerarían injusta la muerte de sus seres queridos, quizá explicable por el poco coraje de los que se rindieron al enemigo. Otros, en cambio, concernidos en el drama de los prisioneros, serían partidarios de su liberación.





La cámara era, en definitiva, un fiel reflejo del desgarro de la sociedad romana, que encontraba muchas dificultades para gestionar el problema de los cautivos. El choque de sentimientos quizá esté detrás de la versión de los hechos que afirmaba que el Senado se planteó impedir la entrada de los portavoces en Roma. Aunque se les concedió permiso para franquear las puertas, en un esfuerzo por evitar un asunto penoso y muy polémico, se les negó durante mucho tiempo la audiencia en la Curia. Pero como el aplazamiento no solucionaba una cuestión que exigía un pronunciamiento, los portavoces fueron finalmente recibidos en una sesión tensa y llena de emoción, tanto fuera como dentro del Senado.


Conscientes del ambiente que les rodea, el discurso de los cautivos ante el Senado se convierte en un complicado juego de equilibrios. Intentan reivindicar su papel en la batalla sin afear el comportamiento de los que emprendieron en uno u otro momento la huida. Sin embargo, su argumento pierde fuerza frente a los miles de compañeros que combatieron hasta la muerte en Cannas. Pretender pulsar la fibra humana ante el drama del cautiverio. También apelan al orgullo de los ciudadanos romanos, que no deberían aceptar la cautividad de sus compatriotas a manos del odiado cartaginés. Se esfuerzan por demostrar, en fin, que su rescate es una solución práctica para reforzar las maltrechas fuerzas de la República, al tiempo que maniobran para dejar como mezquinos a quienes no apoyen pagar una pequeña suma de 300 denarios por rehén.

La intervención de los representantes de los presos, según nos la ha transmitido Tito Livio, es un alarde de oratoria sobre el filo del cuchillo. El recurso a la emotividad se compensa con los guiños a los más pragmáticos, mientras que se confía en la presión social de la muchedumbre que se agolpa fuera de la Curia y abarrota incluso el vestíbulo. Los lamentos y súplicas de la audiencia debieron de ser una herramienta de presión muy importante. No en vano, el “clamor lastimero” tras la intervención de los prisioneros lleva a desalojar a los oyentes.

Sesión movida en el Senado.
 Una vez solos, los senadores debaten cuál será la posición de la República. El rescate es la opción que se abre paso con fuerza, si bien hay diversos pareceres. Unos proponían pagar con dinero público, mientras otros abogaban por que fuesen los familiares (auxiliados por préstamos públicos, en caso de necesidad) quienes corriesen con la cantidad. Existía, sin embargo, una parte del Senado que no estaba de acuerdo con el cariz del discurso y que maniobró para que se le diese la palabra a T. Manlio Torcuato. Era por entonces uno de los políticos más conocidos.

Con su dilatada trayectoria, a nadie debió de sorprender el tono de su intervención, que cambió el rumbo de los acontecimientos, como veremos en el próximo capítulo.

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