Cornelia, madre de los Graco.
Hija de Escipión el Africano, que salvó Roma de Aníbal. Joven y hermosa viuda que se consagró a la educación de sus hijos, rechazando todas las propuestas de matrimonio que le hicieron, incluida la del propio rey de Egipto. Madre de 12 hijos, de los que solo tres alcanzaron la edad adulta. De ellos, los dos varones fueron cruelmente asesinados y su única hija contrajo un matrimonio desgraciado con uno de los más acérrimos enemigos de sus hermanos. Un modelo imperturbabilidad, entereza y serenidad ante las adversidades. Una verdadera matrona romana.
Bla, bla, bla.
Cada vez que oímos hablar de Cornelia la Menor no vienen a la cabeza estos y otros mil tópicos y anécdotas similares, pero… ¿Realmente ella fue así? ¿Algún ser humano es capaz de comportarse de semejante forma? Y si lo fuera… ¿sería digno de admiración?
La importancia política de los Graco, cuyo martirio y leyenda era una amenaza permanente para la oligarquía conservadora romana, hizo que esta centrara sus esfuerzos propagandísticos en la figura de la madre de ambos, convirtiéndola en el perfecto ejemplo de mujer tradicionalista consciente del lugar que le correspondía en la sociedad: cuidar del hogar, traer hijos al mundo y criarlos. Sin involucrarse en “cosas de hombres” salvo para tratar de inculcar a sus díscolos vástagos los “verdaderos valores romanos”.
Pero quizás ha llegado la hora de empezar a desmontar tanto mito interesado.
Veamos, y analicemos, lo que realmente sabemos de ella. Era hija de Escipión el Africano, un hombre de ideas reformistas enfrentado a los sectores políticos reaccionarios encabezados por Catón. Así, y en contra de lo habitual en aquella época, proporcionó a su hija una completa y exquisita educación, muy alejada del modelo de “rueca y telar” que propugnaban sus enemigos. Esta decisión fue luego imitada por muchas otras familias nobles, y contribuyó enormemente al cambio que se produjo en el papel de la mujer romana entre la época alto-republicana y el imperio.
Se sabe que era una voraz lectora y escritora, aunque solo nos ha llegado de ella una carta, con toda probabilidad apócrifa, en la que, supuestamente, recomendaba a su hijo Cayo que desistiera de sus propósitos por el “bien de la patria”. Y es que resulta bastante extraño que la hija de un político reformista que odiaba y era odiado por los conservadores, madre de los dos máximos líderes del “partido democrático” romano, sostenga, en el único de sus escritos que ha llegado hasta nosotros, justamente lo contrario que todos ellos.
De hecho, Plutarco resalta su influencia en las carreras políticas de sus hijos, hasta afirmar que lo que hicieron fue más fruto de su educación (por su madre) que de su naturaleza. Convenció a Cayo para que retirara una ley contra Marco Octavio, el antiguo tribuno al que destituyó su hermano, y muchas de las medidas que este propuso fueron aprobadas por la asamblea del pueblo por respeto a Cornelia. Cayo, así mismo, solía usar la reputación de su madre a su favor en la lucha política y, de hecho, nos consta que sus rivales trataron de socavar su posición atacando el intervencionismo de Cornelia, sin mucho éxito.
También nos cuenta Plutarco que, al hacerse inevitable el conflicto entre Cayo y sus partidarios con el Senado, había quien aseguraba que convenció a este para que trajera “gente de fuera” (mercenarios) pagándolos de su bolsillo y haciéndolos pasar por segadores, aunque otros afirmaban que siempre se opuso a toda sedición.
Cicerón comenta que era una gran oradora y que su estilo influyó mucho en el discurso de sus hijos.
En cuanto a lo de no volver a contraer matrimonio, es bueno recordar que, en aquella época, las mujeres tenían que estar sometidas a un hombre, ya fuera su padre o su esposo, salvo las vestales y las viudas (sobre todo si su padre y sus hermanos también habían muerto, como en este caso). Este envidiable estatus de las mujeres que habían enterrado a sus maridos y demás parientes masculinos nunca pareció, sin embargo, preocupar demasiado a los confiados varones romanos.
Y, tras esta interesante y amena introducción —el que no esté de acuerdo ya sabe, a la “Wiki” :) —, pasemos a lo que nos interesa; a la Crónica Negra al… “Caso de Cornelia, madre de los Gracos”.
Estamos en Roma en el año 133 a. C. (DCXX a.u.c.). El tribuno de la plebe Tiberio Sempronio Graco se presenta a la reelección ante una poco concurrida Asamblea Popular, tratando de asegurar la continuidad de la reforma agraria que ha emprendido. De repente, un numeroso grupo de senadores, acompañados por sus clientes y partidarios y encabezados por su propio primo, Publio Cornelio Escipión Nasica “Serapión”, irrumpe en el lugar armados con palos y garrotes, lanzándose contra la multitud, que huye despavorida. En medio de la confusión, Tiberio es alcanzado y asesinado a golpes. Su cadáver será luego arrastrado por las calles y arrojado al Tíber, negándole así incluso el derecho a una sepultura.
Después de este crimen, Nasica encabezará una verdadera “caza de brujas” contra los partidarios del fallecido tribuno, hasta que sus propios correligionarios en el Senado deciden quitárselo de en medio enviándole a una misión en Asia, buscando atemperar su saña represora y protegerle de la creciente ira popular.
Un año después muere en Pérgamo, según todos los indicios envenenado. Se habla de que los autores fueron “agentes de los Gracos”, pero nadie lo investiga, nadie es detenido por el crimen. Un manto de silencio cae sobre el misterioso fallecimiento de quien fuera el adalid del partido conservador, para colmo en aquel momento en el poder.
La muerte de Tiberio fue especialmente celebrada por su cuñado, Espición Emiliano, el implacable destructor de Cartago y de Numancia. Estaba casado con Sempronia, única hija viva de Cornelia, aunque a nadie se le escapaba que el matrimonio, sin descendencia, era profundamente infeliz, y que Emiliano despreciaba a su esposa, a la que acusaba de ser deforme y estéril. No la repudiaba para mantener el vínculo con Escipión el Africano, su “abuelo adoptivo”, de cuyo mito trató siempre de apoderarse.
Al frente del sector más reaccionario de la aristocracia, se dedicó a tratar de destruir toda la labor legislativa de los Graco, empezando por su reforma agraria. Esto, unido a su falta de tacto y a su menosprecio por la plebe, lo convirtieron en uno de los hombres más odiados de la ciudad.
Hasta que una noche apareció muerto en su habitación. Los rumores se dispararon, se habla de suicidio, pero todo apunta hacia otro asesinato. Veleyo Patérculo cuenta que en su cuello había marcas claras de estrangulamiento, Plutarco que su cadáver tenía señales de golpes y violencia. Una vez más, los indicios señalan hacia el entorno de los Graco, y, una vez más, el crimen queda sin resolver. Nadie lo investiga, nadie es detenido. Sus propios compañeros de facción política parecen los primeros interesados en “echar tierra” sobre el asunto, nunca mejor dicho.
El que fuera héroe de Roma es enterrado rápida y discretamente, sin siquiera un funeral de Estado.
Entre los sospechosos destacan Cayo Graco, hermano menor de Tiberio y de Sempronia, que empezaba por entonces su carrera política como uno de los líderes más radicales del partido del pueblo; Fulvio, su aliado; y Papirio Carbón, principal defensor de las políticas de Tiberio, al que Cicerón culpa directamente.
Pero también se menciona por primera vez a otras dos candidatas: Sempronia y su madre, Cornelia.
Y yo, particularmente, me inclino por estas últimas. Y por una razón: si el Senado hubiera tenido el menor indicio contra Cayo, Fulvio o Papirio hubiera ido a por ellos sin dudarlo, dadas las ganas que tenían de quitárselos de en medio, como luego quedaría claro. Y en aquella época el concepto de “prueba” tenía muy poco que ver con el actual.
Por el contrario, entre las peores pesadillas de los conservadores miembros de la curia debía estar un juicio a la famosa descendiente del mítico Escipión el Africano. Una auténtica dama que, para colmo, tenía una inmensa cultura, buenas habilidades oratorias y, según recalca Plutarco, un gran don de gentes y un enorme prestigio entre el pueblo. Hasta el aristócrata más reaccionario y estrecho de miras tenía que ver que, en caso de intentar algo contra ella, Roma podía estallar como una caldera a presión a la que se le abre una fisura. Y los cuerpos que terminarían flotando en el Tíber, esta vez, bien podrían ser los suyos.
Solo eso explicaría el hecho de que ambos crímenes quedaran impunes y fueran tan rápidamente olvidados.
Al cabo de unos años, Cayo, el hijo menor de Cornelia, reemprendió las reformas de su hermano, hasta que el Senado decreta contra él el primer senatus consultum ultimum, que, en resumen, les autorizaba a saltarse la legalidad y recurrir a cualquier método para eliminarlo, lo que hicieron reuniendo un ejército de arqueros cretenses y otros mercenarios, que masacraron a sus partidarios mientras el propio Cayo se veía obligado a suicidarse.
El Senado prohibió incluso llevar luto por su muerte. Cornelia se vistió de riguroso luto, e hizo consagrar los lugares en los que habían muerto sus hijos, como si fueran sus tumbas, ya que no le dejaron enterrar los cadáveres. Mucho tiempo después la gente seguía llevándoles ofrendas.
Luego se retiró de la vida pública, aunque mantuvo en su casa un círculo de amantes de la cultura helénica, de literatos y, quizás, de políticos. Rodeada por la admiración, o al menos por el respeto, de la mayoría de sus conciudadanos, aunque ya entonces había quien consideraba tanta resignación y serenidad algo antinatural e incluso dudaba de que estuviera en sus cabales.
Tras su muerte tuvo el honor de ser la primera mujer a la que se le elevara una estatua pública en Roma, transformada ya en el símbolo de lo que debía ser una matrona que tenían los hombres romanos: fuerte ante la adversidad, sostén de su familia, sin ambiciones ni ideas políticas.
Y allí, en los Campos Elíseos, me la imagino acompañada por sus hijos, riéndose de la estupidez de aquella república oligárquica y corrupta que, incapaz de reformarse, avanzaba imparable hacia su suicidio a manos de líderes demagógicos y caudillos militares.
Por cierto, nieta de su hijo Cayo y, por tanto, bisnieta suya, fue Fulvia, otra mujer realmente notable y que desempeñó, pese al desprecio hacia su figura por parte de los historiadores antiguos y modernos, un papel fundamental en la crisis final de la República Romana.
la historia nos da ejemplos de lo que puede pasar cuando los valores democraticos son violados, en el caso de Roma, la perdida de esos valores condujo a la epoca imperial que en la mayoria de los casos fue funesta, solo unos pocos emperadores se salvaron.
ResponderEliminarRoma era una curiosa mezcla de democracia y oligarquía. En principio la monarquía dio paso a un régimen aristocrático y este a uno progresivamente más democrático, pero a partir de Manlio Capitalino y, sobre todo, a partir de los Graco, la nueva oligarquía enriquecida a la sombra del imperio global se apoderó del poder. Y fue un régimen tan opresivo e injusto que, en comparación con él, el pueblo vio en los emperadores, incluso en los más tiránicos, una forma de liberación.
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