Cuando decidí
realizar una serie de pequeñas crónicas criminales sobre el mundo antiguo sabía
que tendría que ocuparme de personajes bastante menos edificantes que los
héroes de las primeras páginas de la historia. Pero, aun comprendiendo eso, hay
algunos frente a los que no puedo evitar sentir una desagradable sensación de
desasosiego, casi de vértigo. Una desazón originada al comprender que quien
cometió tales actos era alguien como nosotros, como nuestros familiares,
amigos, vecinos y compañeros de trabajo, como cualquiera de las personas con
las que nos cruzamos por la calle o tratamos a diario. Como usted y como yo.
Ya lo dijo
Schopenhauer: «El hombre es, en el fondo, un animal terrible y cruel.
Nos engaña el hecho de que haya sido aparentemente domesticado y educado por
eso que llamamos “civilización”»
Porque
Krateuas era un hombre civilizado, un erudito capaz de hacer palidecer a tantos
doctores maléficos de la realidad o la ficción cuyos nombres, al contrario que
el suyo, a todos nos resultan familiares. Desde Menguele, a una infinita
variedad de científicos desquiciados y/o geniales con que nos han obsequiado
tanto la literatura como el cine: Frankenstein, Jekyll, Fausto, Moreau…
Y es que antes
que todos ellos, en los albores del pensamiento científico y racional, existió
un “investigador” cuyos experimentos, fría y meticulosamente diseñados y reseñados
por él mismo, aún son capaces de ponernos —sí, a nosotros, curtidos
espectadores de casquería cinematográfica y televisiva de todo tipo y pelaje—
los pelos de punta.
Pero pongámonos en antecedentes. Estamos en Asia Menor a mediados del siglo I a.C. En las orillas del Mar Negro se encuentra un reino en el que se mezclan las influencias persas, escitas y helenísticas; Ponto, cuyo poder se ha ido expandiendo durante los últimos doscientos años a la estela de la descomposición del Imperio Persa, primero, y de sus sucesores, los reinos helenísticos, después.
Su
crecimiento se ve, sin embargo, limitado por dos importantes factores: la
ancestral costumbre de sus gobernantes de morir asesinados, normalmente a manos
de sus sucesores, y la aparición de un poderoso rival; Roma. Su nuevo rey,
Mitrídates VI, que sería conocido como “El Grande”, había llegado al poder tras
ejecutar a su madre y a su hermano, que a su vez habían tratado reiteradamente
de eliminarlo a él. Decidido a hacer frente a ambos problemas, reforzó su
ejército con vistas al inevitable enfrentamiento con la República Romana, y
exterminó de forma sistemática a todo posible rival por la corona.
No contento
con ello, y dado que el veneno era una de las principales herramientas
utilizadas para dejar vacante el trono, afirmaba haber ido consumiendo pequeñas
cantidades de diversos tóxicos con el fin de desarrollar la resistencia de su
cuerpo, hasta lograr convertirse en inmune a la mayoría de ellos. Encargó, además, a un médico de su corte,
Krateuas, que investigara para lograr un antídoto universal que le protegiera
de cualquier pócima o sustancia dañina y, ya de paso, le proporcionase algún
que otro coctel letal con el que obsequiar a quienes le estorbasen.
Krateuas,
dotado de verdadera mentalidad científica, llevó a cabo un profundo estudio de
las diversas plantas y sus efectos en el organismo humano, ya fueran curativos
o perjudiciales. A fin de cuentas, ya se sabe que la principal diferencia entre
la medicina y el veneno suele ser la dosis. Recogió su trabajo en una obra
monumental, El Rhizotomikon, hoy perdida, en el que destacaban los dibujos que
realizó para acompañar a sus descripciones y por la que se le considera como el
primer ilustrador botánico. Su precisión fue alabada por todo aquel que tuvo la
oportunidad de contemplarlos, desde Plinio el Viejo hasta Galeno, pasando por
Dioscórides, cuya obra, De Materia Medica, fue uno de los
principales textos médicos hasta el Renacimiento y recoge la mayoría de las
investigaciones e ilustraciones de nuestro doctor.
El detallado
relato de sus experimentos se encuentra en un códice de la Biblioteca Vaticana,
y su lectura resulta difícil de olvidar, porque Krateuas realizó sus
meticulosos ensayos usando como cobayas a seres humanos. Esclavos en su mayor
parte, aunque no exclusivamente.
Veamos, por
ejemplo, sus anotaciones sobre los efectos de la belladona, cuyo nombre deriva
de que hace brillar los ojos y estira la piel, por lo que podía ser usada, a
semejanza del moderno botox, para embellecer a las mujeres:
«Vertí el
negro aceite en sus oídos y reparé en su juventud cuando coloqué un espejo bajo
las pupilas, que giraban descontroladamente. Corría por los patios, detrás de
las sombras. Luego se arrodilló y empezó a cantar una canción, cuyas palabras
eran incomprensibles, pero que expresaba gratitud. Mandé abrir las puertas y el
joven númida empezó a andar hacia la primera luz que ya se percibía en la
oscuridad de la noche. Estaba alegre, mientras de su cuerpo se derramaban heces
blancas. La belladona avanzaba fría y los espíritus se apoderaban de las
cámaras de su cerebro. No se puede negar que hay una extraña piedad en las
sustancias que producen la felicidad antes de la muerte».
Describe,
así mismo, los efectos de la Amanita Muscaria: «… pedí a Mitrídates
tres hombres de los que retenía para las obras públicas […] Ofrecí al
primero cinco ejemplares pequeños, y él, que entendía nuestra lengua y conocía
aquella seta, me rogó que esperase un día para comerlos antes del amanecer (Los
efectos son mayores si se consume en ayunas) […] en media hora
le provocaron vómitos, pero los retuvo apretando los dientes. Después comenzó a
mecer la cabeza y a cantar en una lengua desconocida; más tarde, se desnudó y
su miembro estaba erecto; luego bailó dando vueltas hasta que cayó en un sueño
profundo que duró más de diez horas. Cuando le pregunté, besó mis manos y me
contó cómo había remontado suavemente un gran río hasta llegar a su país en tiempo
de recolección, donde encontró a los suyos con buena salud, incluso a los
muertos desde hacía muchos años. Había bebido con los jóvenes, y según la
costumbre, yacido con su hermana y acariciado los cabellos de su madre.
Al segundo
le hice tragar a la fuerza cinco ejemplares medianos. No tuvo vómitos. Sus
pupilas se dilataron y brillaban en la oscuridad. Le ofrecí un cuenco de leche
fresca, pero la derramó con violencia, agitando todo su cuerpo de forma
convulsa, pero con tal fuerza que consiguió derribarme y, durante un instante,
vi sus piernas encima de mi cabeza. Luego se quedó inmóvil, vigilante, y pude
darme cuenta de que sentía los pasos y el olor de las mujeres de la casa que
abandonaban sus lechos, de la misma forma que un animal cuyo oído y olfato le
avisaran agudísimos. De pronto, comenzó a sollozar, y después a pronunciar
palabras incomprensibles y a lanzar alaridos, mientras con las uñas se
desgarraba sus propias carnes […] escapó hacia el interior de la casa, y allí se
ahorcó. Obligué al tercero a comer cinco ejemplares grandes […] rápidamente
presentó síntomas de paroxismo […] terribles convulsiones rompieron sus
huesos […] se le hincharon los globos oculares y manaba sangre por los
oídos […] ahogado en sus propios fluidos, murió.
Comprendí
que este hongo produce una ensoñación feliz o espantosa y mortal según la
dosis. Azuzada mi curiosidad por la actitud del primer sujeto, que me seguía
por toda la casa agradecido, decidí conocer por mí mismo lo que él había
experimentado […] Vi
los muros verdes de la cámara arder y modificar su geometría, pirámides de
colores aparecer y desvanecerse […] construcciones de oro que crecían incesantes,
y sobre ellas volaban grandes pájaros blancos […] una música […] de
la que mi cuerpo participaba con todos sus átomos […] Aquellas cosas
eran tan verdaderas que, puestas al lado de los seres y materias de la vida
natural, éstos parecían simples apariencias vacías. Tampoco existía el tiempo;
sin embargo en cierto punto, empecé a descender y lo hacía creyendo que aquel
abismo no cesaría nunca en su profundidad, más no fue así porque, sin advertir
el modo, me encontré caído y desnudo en mi cámara, y aún dentro del sueño, pude
escuchar mi propio llanto. No queriendo despertar […] comí tres más y
volví a estar libre de pesadumbre. Entonces, mis visiones cambiaron: sentí ríos
anchos y profundos en los que mi cuerpo era uno con su caudal, y en ellos pude
llegar a una tierra blanca y carente de sombras, que, siempre en silencio, fue
poblándose de animales sin especie y de seres humanos cuyos rostros eran y no
eran los de algunos muertos amados. Se sentía que el tiempo de la eternidad era
menos que un relámpago, y quizás por ello, que aquella existencia se daba en
grados de naturaleza desconocida, aunque sus formas sin peso se inclinaban a la
tristeza. En este lugar, comencé a sentir, sin llegar a verlo, un vapor que se
extendía […] y estaba formado por agregación de espíritus. Y supe que
aquello no era otra cosa que el futuro mortal, que aquí se entendía pasado.
Pude ver la ruina de las naciones pónticas y que, en el espesor de la niebla,
no se distinguían los reyes de los esclavos, sino que todos eran parte informe
de una misma desaparición. Otra vez sentí mi llanto y habiéndome sumido en la
niebla, me encontré cerca de las ruinas y dentro de ellas, pude ver cómo,
también llorando, Pysto, el servidor gálata de Mitrídates, muy envejecido,
hacía entrar su cuchillo en la garganta del señor, y éste era un pálido anciano
que, sintiendo entrar el acero, solo manifestaba indiferencia, como si contemplase
una inmensidad vacía.
La sangre de
Mitrídates avanzaba creciente hacia mí, y con el temor de ver también mi propia
muerte, desperté.
Por cierto,
si al leer esto les han venido a la cabeza extrañas reminiscencias de “Alicia
en el País de las Maravillas” no son los únicos. Existe, incluso, un “Síndrome
de Alicia en el País de las Maravillas” relacionado, entre otras causas, con el
consumo de hongos alucinógenos. “Come de esta seta si quieres entrar”, le dice
la oruga a la dulce Alicia…
Experimentaba
también con mendigos y discapacitados (¿Les suena?). En una ocasión usó beleño
con una antigua sacerdotisa, caída en la indigencia. Después de una agonía,
meticulosamente descrita, de siete días, hizo que el cirujano le practicara la
autopsia. Al abrirle la cabeza el cerebro apareció muy inflado, y él anotó, con
tétrico sentido del humor: «…confirmando que llegó a sentir, como una
verdad física, las palabras y la presencia de los dioses.»
Y es que, en
mi opinión, Krateuas no era ese frío científico sin alma ni corazón por el que
muchos han pretendido hacerlo pasar. Se trataba de un verdadero sádico, que
aprovechó su posición para dar rienda suelta a sus instintos. Él mismo reconoce
que suministró un brebaje a dos esclavos que eran pareja, pese a conocer su ineficacia
como veneno, solo «Por Burla y por demostrárselo a Mitrídates.»
Encerrados juntos en una celda, los efectos del tóxico alteraron su
comportamiento, llevándolos a perder todo control, tanto de sus funciones
corporales como de sus palabras y manera de actuar. Así, mientras uno declaraba
su amor por el otro con lengua torpe, este le respondía con todo tipo de
insultos e injurias. Cuando se aburrió del espectáculo, su amo hizo que los
despabilaran a palos. Una vez recuperados se sumieron “en una gran tristeza”.
Especialmente
escalofriante es el siguiente caso. Estaba nuestro doctor encaprichado de una
esclava, una niña de trece años. No la había aún desflorado, a la espera de que
se hiciera un poco más mayor, cuando descubrió que estaba embarazada. Logró
hacerla confesar que el causante era otro crío de similar edad, esclavo de un
importante personaje de la corte, al que se lo compró sin reparar en gastos. Una
vez en sus manos preparó un emplasto a base de sardonia, una hierba originaria
de Cerdeña que mata entre dolores atroces y deja en la cara de sus víctimas una
extraña mueca en forma de sonrisa; la “sonrisa sardónica”. «…Se lo puse en
los oídos, en los ojos, en las narices y en los labios, en el interior del
prepucio y en la profundidad del ano. Hervía la carne y rezumaba un líquido
semejante a sangre mezclada con leche. Sus gritos terminaron por resultarme
molestos. Añadí más vinagre al preparado y le ordené abrir la boca. Obedeció, y
así le introduje por la garganta la sardonia líquida. Lanzó un solo y gran
alarido que fue debilitándose hasta adquirir tonalidad musical, y dio paso a un
sonido suave producido al escapar el aire entre sus dientes apretados, como una
risa sorda. Aquella estúpida sonrisa quedó fijada en su cara. Sus uñas y sus
párpados se volvieron azules, indicando que la gangrena había empezado a
descomponerlo desde el interior. Apestaba y sus orejas estaban frías como el
hielo. Era un chico fuerte, tardó dos días en morir.»
Pero ese no
fue su único crimen perpetrado por celos. Es difícil no sentir admiración por
la entereza de otra de sus víctimas, Cippo, un hombre “blasfemo y
versado en lenguas”, que le había robado el afecto de Shu, un adolescente
asiático. Cippo resultó, al parecer, un tipo duro, y no se sometió a los
manejos de su verdugo hasta que este prometió perdonarle la vida al muchacho.
Para salvarlo accedió a tomar acónito. Después de hacerlo, y siempre
desafiante, proclamó en la cara de Krateuas su amor, luego «…su lengua
comenzó a moverse sin control, perdió las fuerzas, y sintió que se le helaban
las venas. A continuación mareos, náuseas y vértigo, como si se encontrase al
borde de un abismo. Cerró los ojos y quiso explicarme el sentido de la
existencia y la forma de un globo de luz que se movía en su interior, que se
iba apagando hasta desaparecer en las tinieblas. Cuando abrió los ojos, que ya
nada veían, me aseguró que estaba contemplando los rostros de aquellos que
amaba. Pienso que mentía (Quizás para engañarlo e incitarlo a probar
también aquella droga o, simplemente, para arruinarle el experimento).
Después, y con el propósito de ofenderme, me describió con detalle los ojos de
Shu, y me contó el placer que experimentaba al sostener, suavemente, su cabeza
entre las manos. Pasada la sexta parte de un día, dejó de contestarme. Su
aliento apestaba y en su rostro se reflejaba aún la maldad. Comprendí que el
veneno le había afectado ya al cerebro. Al tercer día su corazón dejó de
latir».
No sería
ninguna exageración afirmar que estamos ante el primer asesino en serie
registrado en la historia, que actuaba con total impunidad amparado por el
poder de aquellos a quienes servía.
Porque
Krateuas fue también un eficaz sicario carente del menor escrúpulo. Un tal
Alceo, padre de la concubina más importante de Mitrídates, estaba enfrentado
con su “yerno”. El rey ordenó a Krateuas, amigo íntimo de Alceo, que lo
eliminase. Nuestro doctor le invitó a su casa y él acudió confiado en su
amistad. Bebió el vino envenenado que este le ofreció y cayó al suelo presa de
terribles convulsiones, mientras su “amigo” tomaba detallada nota de los
pormenores de la agonía. Plenamente partícipe de las intrigas de la corte,
eliminó en otra ocasión a una de las concubinas favoritas del monarca, cuya
salud se le había confiado, por encargo de Farnaces, el hijo del rey, con quien
estaba enfrentada.
Capturado
por Pompeyo tras la derrota de Mitrídates, este, lejos de castigar sus
crímenes, lo tomó a su servicio, dando origen a una larga línea de
envenenadores romanos ligados al poder. Por cierto, muy curiosa la enfermedad
mental que, poco después, empezó a sufrir Lúculo, el mayor enemigo de Pompeyo
en Roma por aquella época.
Pero el
principal motivo por el que Krateuas ha pasado a la posteridad es la invención
del Mitridato, un antídoto universal contra todo tipo de venenos fruto de sus
prolongadas investigaciones. Aunque Plinio el Viejo cuestionaba acerbamente la
eficacia de ese producto, el propio Celso avala su validez y recoge en su
famosa obra De Medicina la primera receta completa del
antídoto.
No fue el
único, generaciones de gobernantes y potentados tomaron Mitridato para poder
comer tranquilos hasta, prácticamente, la edad moderna, y seguro que aún hay
quien lo sigue haciendo. Llama, sin embargo, la atención la enorme variedad de
fórmulas que a lo largo de los años se han denominado Mitridato, y el número
prácticamente infinito de ingredientes que han formado parte de ellas, De
hecho, solo hay uno que se repite prácticamente en todas: el opio.
Y es, así
mismo, muy significativo que Mitrídates afirmase haberse inmunizado contra todo
tipo de venenos, desarrollando la resistencia de su cuerpo a base de
consumirlos en pequeñas dosis. Aunque esto pueda ser factible en determinados
casos y circunstancias, la verdad es que buena parte de los tóxicos tienen
efectos graduales y acumulativos, por lo que la exposición regular a los mismos,
lejos de protegerlo, habría dañado su salud de forma probablemente irreparable.
¿Significa eso que la historia de Mitrídates y del Mitridato es un cuento sin
la menor utilidad contra los envenenamientos? Al contrario, eran el mejor
antídoto jamás inventado: servían para evitar que nadie intentara envenenarte.
Me explico.
La enorme publicidad que, desde el primer momento, se dio a la leyenda del
cruel monarca y su terrible “Doctor Veneno” disuadió, sin duda, a sus múltiples
enemigos de intentar eliminarlo por esa vía. ¿Para qué ibas a correr el inmenso
riesgo que suponía tratar de hacer llegar un veneno hasta el rey si, al final,
no iba a servir de nada?
Mitrídates
no solo tuvo a su servicio a Krateuas, cuyo método empírico debía convencer a
aquellos con mentalidad científica, sino también a chamanes, druidas y brujos
del más variado pelaje, destinados a desmoralizar a quienes creían en
maldiciones y pócimas mágicas (potencialmente tóxicas). Reinó durante nada
menos que 57 años, y de su labor se beneficiaron durante siglos quienes
consumían el producto que llevaba su nombre; tranquilizados por el opio y el
efecto placebo, y resguardados por el convencimiento de sus enemigos de que era
inútil intentar envenenarlos.
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