sábado, 7 de diciembre de 2024

Échale valor, porque no vas a salir con vida de ésta

Los juegos gladiatorios eran la sesión continua de la Roma imperial. De ser una práctica funeraria ritual excepcional, con el paso de los siglos, se convirtió en un espectáculo de masas en torno al cual se organizaban otras propuestas con las que entretener a los espectadores. El programa de los juegos acabó extendiéndose durante numerosas jornadas. Por ejemplo, Tito decretó 100 días de juegos para la inauguración del Coliseo, en los cuales era posible ver luchas de animales y caza por las mañanas, ajusticiamientos al mediodía y combates por la tarde.

La efusión de sangre de aquellos juegos es algo que hoy repele en la misma medida que la perspectiva de ese espectáculo violento hipnotiza. La afluencia para ver películas como Gladiator II muestra que recrear aquella realidad es lucrativo, lo que quizá establece algún que otro vínculo incómodo entre nuestros pretendidos gustos civilizados actuales y los de los antiguos romanos. Curiosamente, esa dualidad entre la sensibilidad elevada de unos y el animalismo de la plebe inculta es algo que se puede rastrear en las fuentes antiguas.

Representantes de la élite, como Séneca, abominaban de la ausencia de propósito moral de las ejecuciones del mediodía, durante las cuales centenares de personas eran obligadas a luchar hasta la muerte o bien recreaban escenas mitológicas en las que el público anticipaba expectante el giro argumental que acabaría con la vida del protagonista.

Para los estoicos, y probablemente para muchos aristócratas e intelectuales del tiempo, los espectáculos de mediodía eran una mera práctica socialmente higiénica por la que Roma, a través de montajes más o menos espectaculares, se libraba de los que había etiquetado como indeseables. Asesinos, criminales y otros elementos del lumpen (como esos primeros cristianos que desafiaban el orden político, social y religioso al negarse a hacer sacrificios al emperador), morían para dar espectáculo a las masas de las que habían sido extirpados o discriminados.

Para las almas educadas, los juegos gladiatorios, en cambio, eran algo más elevado. La puesta en escena de un combate, con sus reglas y asunciones (entre las que destacaba la posibilidad de morir) era una oportunidad para los espectadores de asistir a una lección vital: la de enfrentarse con valor a un desafío y, en caso de perder, de mirar con desapego al propio final.

El reciente libro de Alfonso Mañas, ‘Gladiadores, bestias y condenados’, reflexiona sobre la utilidad política y social de los espectáculos en la arena, si bien la parte principal de la obra es una recopilación de los episodios más espectaculares o curiosos de una práctica que se extendió durante siglos y que, debido a lo dilatado de su periplo, experimentó diversos cambios a lo largo del tiempo. A lo largo de sus páginas podremos acercarnos a estrambóticas sesiones en las que se enfrentaba a animales tan dispares como un rinoceronte y un elefante, se enviaba a legionarios a cazar una orca o se organizaba un combate naval con miles de presos para exhibir, a continuación, el poderío de la ingeniería romana para desecar un lago de varias hectáreas.

El salvajismo de las ejecuciones públicas está también atestiguado, a menudo por las crónicas posiblemente muy sesgadas de los hagiógrafos cristianos. Y, por supuesto, los combates gladiatorios se muestran aunque, dados los ensayos existentes, quizá sea lo menos interesante del libro. Con todo, es recomendable leer el episodio de Máximo, quizá la última estrella de la gladiatura, para asistir al declive de una tradición que se apagaba al mismo tiempo que el esplendor de Roma. Y, quién sabe, quizá el ejemplo de aquellos gladiadores extenderá su efecto catárquico hasta nuestros días para convencernos de que tanto en la vida como en la gladiatura no vas a salir vivo, pero puedes trascender a la muerte con la gloria que has alcanzado. No, si al final Décimo Máximo Meridio tenía su puntito cuando decía aquello de que lo que hacemos en la vida tiene eco en la eternidad.

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