Una mañana de agosto o septiembre del 480 a.C., un adivino
griego consultó las entrañas de las víctimas sacrificadas a los dioses, en
busca de señales divinas sobre el porvenir, y los dioses, con su indiferencia
habitual, le revelaron que ese mismo día iba a morir. El adivino ya lo suponía,
pero mejor que te lo confirmen desde arriba.
Megistias de Acarnania era un adivino griego, de esos profesionales a los que acompaña la coletilla “de larga experiencia y reconocido prestigio”. Había nacido en una región, Acarnania, que tenía fama de agreste y bruta para el resto de los griegos.
Situada en el noroeste de Grecia, frente al
Peloponeso y las Islas Jónicas, la región es descrita por
Tucídides como
un territorio donde sus
habitantes vivían a la manera antigua (τῷ παλαιῷ τρόπῳ), diseminados en aldeas
carentes de murallas, y portando siempre armas debido a la inseguridad
imperante. Un lugar sin ciudades dignas de consideración, por tanto, un sitio lleno de bárbaros para un griego.
Pero Acarnania era, cuando menos, una entidad
geográfica establecida, donde seguramente existía ya un sentimiento de
pertenencia étnica a principios del siglo V a. C. Con una población de
creencias antiguas, tradicional, algo tosca, que es campo de cosecha ideal para los
videntes y otros seres semejantes.
Acarnania, en una esquinita. |
Por supuesto, los acarnanios no dejaban de ser griegos, así que tenían un enemigo fijo entre sus vecinos: los corintios. Con ellos tenían disputas de manera general, porque los corintios habían establecido sus colonias en la costa acarnania y las islas vecinas. Quizá por eso los acarnanios no participaron oficialmente en la segunda Guerras Médica y, aunque se hallaban muy alejados del campo de batalla y se sintieran poco implicados en el conflicto, su ausencia pudo tener mucho que ver con el hecho de que Corinto y sus colonias participaron en el bando antipersa.
Pero la neutralidad de sus paisanos parece que no casaba con Megistias. Casi nada sabemos de su vida, aunque suponemos que provenía de una familia de tradición sacerdotal y adivinatoria, pues se las daba de descendiente de Melampo, un famoso adivino de los tiempos mitológicos, cantado hasta por Homero.
Melampo, hasta un comic le dedicaron |
El mitológico Melampo había adquirido el don de la adivinación de la siguiente manera: encontró una serpiente muerta, le dio por ofrecer al bicho unos funerales, porque era así de buen tipo, y las crías del reptil, agradecidas por ello y porque las había criado, lamieron sus orejas y le otorgaron la facultad de entender, en particular, el lenguaje de las aves y, en general, el de todos los animales.
No sabemos si su descendiente Megistias
hablaba con los pájaros y ratones en la intimidad, pero es evidente que había
viajado por toda Grecia, como todos los de su condición, y que se ganaba la
vida sacrificando animales, pagados por
otros, para interpretar los signos divinos del porvenir, normalmente leyendo las entrañas de
las víctimas sacrificadas.
A nuestras mentes modernas nos puede parecer
una adivinación bastante gore, poco higiénica y tristemente absurda, pero en la
antigüedad se consideraba una ciencia sagrada muy respetada, objeto de sesudos
tratados, entre los cuales sobresalían los escritos por los autores etruscos;
pueblo que tenía fama de ser experto y abundante de eminencias en la materia. Tanto que fue el nombre que los
etruscos dieron a esta ciencia el que pasó a los romanos y luego a nosotros:
Aruspicina.
El adivino debía
examinar con meticulosidad el tamaño, la forma, el color, los signos
particulares de ciertos órganos, donde destaca el hígado, del que se han
hallado maquetas de bronce que se usaban para enseñar este tipo de adivinación,
y luego sacaba sus conclusiones sobre la voluntad de los dioses y el porvenir
inmediato.
Hígado para estudiantes |
Esto de coger las entrañas sanguinolentas y buscar señales divinas escarbando entre tripas y órganos se le daba muy bien a Megistias. Tan bien y con tanta fama, que acabó siendo el adivino del ejército griego que acudió a las Termópilas a frenar a los persas de Jerjes. Un gran honor para un adivino, aunque fuese de la bruta Acarnania.
Parece que era
el único acarniano que estaba por allí. Si somos idealistas, podemos suponer
que sus años de nomadismo y lectura de vísceras por toda Grecia le había hecho
comprender la brillante unidad que se escondía en todos los que hablaban
dialectos griegos y disputaban continuamente por un monte o una llanura. Quizá
surgió en él una especie de patriotismo, sentimentalismo étnico o
responsabilidad social, llámenlo como quieran, y se apuntó a la causa… o
simplemente se había anotado a otro ejército, en busca de sustento, como se había juntado a
muchos otros antes. Porque los ejércitos griegos solían llevar adivinos en sus
campañas, pues siempre ha sido muy demandado conocer qué deparan los dioses caprichosos
a los mortales que se juegan el pellejo. Por otra parte, para un adivino, un
ejército era una fuente de clientes ansiosos durante una buena temporada.
Adivino mirando el futuro. |
Así, por una causa u otra, Megistias acabó sacrificando aquella mañana en las Termópilas.
Nos cuenta Heródoto que después de descubrir entre
las entrañas que iba a morir, como todos los que estaban a su alrededor, se
limpió las manos y se lo comunicó a los demás. El rey Leónidas, que no era un
mal tipo, le dijo que podía irse, porque sus servicios ya no eran necesarios. No
tenía que quedarse a morir. Sin embargo, Megistias dijo que no, que se quedaba.
Después de tantos años eviscerando, no iba a ser tan estúpido como para
oponerse a lo dictado por los dioses en una porción de hígado. Estaba decretado
que le tocaba acabar allí y aquel día; aquellas venas hepáticas retorcidas del
lado derecho lo decían a gritos. No se hable más.
Si bien al único hijo que tenía, que no había
seguido su vocación y que figuraba entre los soldados, le pidió que se fuera.
Todos sabemos
cómo acabó la jornada.
El día de las Termópilas en sus mejores momentos |
A Megistias, como persona vinculada a los dioses, le construyeron un cenotafio propio en el paso de las Termópilas, que todos veían al pasar. Sobre la losa estaba escrito el epigrama de su amigo, el poeta Simónides de Ceos, otro nómada como él, con quien se había encontrado muchas veces en el camino y alrededor de mesas ajenas:
Un profesional.
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