sábado, 18 de septiembre de 2021

Decimo Junio Bruto... y gallego

 


 

 A la hora de explorar y conquistar territorios desconocidos, usando vagas excusas, nadie mejor en la Historia que un gobernador romano. A uno de ellos el Senado le pidió que persiguiera a unos “ladrones” y aprovechó la ocasión para abrirse paso con su ejército hasta el fin del mundo conocido, cruzar el mítico río del Olvido y someter a pueblos bárbaros “de largas cabelleras”.

Contemos su historia.

 Cuando nació, allá por la década de 180 a.C., Décimo Junio Bruto era un romano predestinado a triunfar o morir en el intento. Su familia decía descender del mítico Junio Bruto que se había hecho el tonto (brutus) para lograr la expulsión de los reyes de Roma. Desde aquella, sus antepasados se habían empeñado en dar magistrados a la república cada generación hasta llegar a su padre, Marco Junio Bruto, que fue cónsul en el 178 a.C.. Con este pasado ejemplar a cuestas, estaba claro que, si no igualaba a su progenitor, por lo menos, Décimo sería un fracasado social en la exigente élite romana.

 Pero su familia lo educó de primera para afrontar su futuro. Tanto en los aspectos militares como en los culturales, los Junio Bruto eran conocidos por su cultura y afición al helenismo. Por ejemplo, su hermano mayor Marco sería uno de los juristas más importantes en la historia del derecho romano y uno de los padres del Derecho Civil, mientras que nuestro Bruto sería el mecenas del poeta trágico Lucio Attio, del que apenas nos quedan unos versos, pero que fue muy reconocido en su época y al que Cicerón llegaría a conocer en su juventud, recordando su conversación como uno de los grandes momentos de su vida.

Patricio recibiendo a su poeta de guardia

 Esta tradición familiar, la educación exclusiva y el mundo aristocrático en el que vivía, convirtió a Décimo Junio Bruto en un claro partidario de los conservadores, los romanos de verdad, y acérrimo enemigo de los tribunos de la chusma plebeya, los desclasados que no paraban de exigir derechos y prebendas.

  Según crecía, Bruto fue ocupando poco a poco todos los cargos de magistrado, hasta llegar a la pretura en el 141 a.C y gastarse un pastón en montar unos Juegos Apolinares muy recordados en años posteriores, que le valdrían ganar el consulado en 138 a.C. Pero se acabó el derroche. Desde ese momento se acabaron los regalos a la chusma.

Bruto dando satisfacción a la chusma plebeya

 En su año de consulado estuvo en continua lucha con los tribunos plebeyos y sus odiosas peticiones. Sabemos que se negó a comprar cereal para repartirlo al pueblo, ¡Qué lo quieren todo gratis, caramba!, y que se opuso otra vez a los tribunos cuando quisieron ejercer su derecho de eximir a gente de la recluta militar, ¡Que no, que la mili hace hombres a esos miserables!, hasta el punto de acabar en prisión durante un tiempo por orden de uno de los tribunos defensores de su odiada chusma. Todo un escándalo, tal como luego recordarían con espanto Cicerón y Tito Livio.

 El año siguiente, el Senado lo envió de procónsul a la Hispania Ulterior. Su misión principal era pacificar la zona de Lusitania y limpiarla de las “bandas de ladrones” que, según Apiano, abundaban por la zona, después de que los romanos acabaran con Viriato mediante el soborno de sus amigos fieles, que acabaron siendo mucho más traidores.

Viriato y su último mal despertar

 Una misión de limpieza y dar esplendor que Décimo se tomó a lo grande, como Bruto que era.

Tan a lo grande que muchos autores antiguos escribirán sobre ello, aunque fuese solo de pasada. Porque su avance fue el mayor en la conquista de Hispania desde Escipión en la II Guerra Púnica.  Empezando desde Olisipo (Lisboa), que fortificó, Junio Bruto emprendió la marcha Tajo arriba, giró hacia el norte, por el interior del actual Portugal, y avanzó hasta asegurar y extender el poder romano desde el Tajo hasta el Duero, que también cruzó y se piensa que no paró de conquistar y dar estopa hasta el Miño y actual sur de Galicia. No cabe duda que se tomó en serio la limpieza.

Mapa sobre la conquista del noroeste con el tour de Bruto

 Desde luego, entre sus motivaciones también estaba el ansia de botín y prestigio propia de los gobernadores romanos, que aprovechaban sus etapas provinciales para forrarse los bolsillos en honor de la república y, de paso, ganar gloria y bellas citas en los anales.

  En su campaña, la zona entre el Tajo y el Duero fue relativamente fácil de someter, porque ya había sufrido mucho contacto con Roma, pero al llegar al Duero se tuvo que enfrentar a las tribus del norte, que le ofrecieron batalla el 9 de junio de 137 a.C. Un evento bélico que era justo lo que Bruto y cualquier general romano buscaban en sus expediciones, porque vencer y matar a un montón de bárbaros en batalla campal era el pasaporte al triunfo en Roma y el sueño de cualquier senador desde su más tierna infancia. Cuantos más bárbaros apiolados por la gloria de Roma y el prestigio propio, tanto mejor.

Por supuesto, Junio Bruto venció a los bárbaros. Según Orosio, se esmeró en la tarea, pues dejó a 50.000 muertos desperdigados por el campo e hizo 6000 prisioneros. Pero Orosio no es famoso por sus cálculos y seguro que exagera un poco.

Legionarios de la época de Bruto (por Angel García Pinto)

 Nuestro Bruto podía ya volver a Roma lleno de gloria, pero sintió curiosidad por el norte desconocido que se abría ante sus tropas, ese lugar de donde venía el estaño y se decía que dando patadas al suelo salían pepitas de oro. Decidió seguir y verlo con sus ojos.

 Sin embargo, Bruto no se encontró un territorio muy rico, sino húmedo, lluvioso, boscoso y poblado por pueblos desconocidos con muy malas pulgas, acostumbrados a los ataques rápidos de guerrilla “con la velocidad propia de los bandidos” y nada dispuestos a dejarse matar en batallas gloriosas. Unos pueblos donde, según Apiano:

 “las mujeres luchaban al lado de los hombres, y morían con ellos, sin dejar escapar jamás grito alguno al ser degolladas” y  “de las mujeres que son capturadas, unas se dan muerte a sí mismas y otras, incluso, dan muerte a sus hijos con sus propias manos, alegres con la muerte más que con la esclavitud.” 

Galaica empoderada

 Entre tanto empoderamiento femenino, destaca el pueblo de los “Callaeci” o “Gallaeci”, que habitaban el valle de Monterrei y la actual sierra de Larouco (sur de Orense), que pusieron a Bruto tantos problemas para someterse que acabarían dando nombre a todo lo que había al norte y alrededor de ellos, la actual Galicia.

Galaicos de fiesta: ¡A brindar, que llega Bruto con romanos nuevecitos!

 A Bruto le causaron tanta impresión que a su vuelta decidió adoptar como nombre triunfal el de “Galaico”. Como luego contaría el poeta Ovidio en su Fastos:

 “Entonces Bruto tomó el apodo del enemigo galaico y tiñó de sangre la tierra hispana”

 Es en este avance al norte, poniendo todo perdido de sangre, cuando sus tropas llegaron al rio Lethes o río del Olvido. Seguramente el Limia actual. Se había corrido entre la tropa el rumor de que si lo cruzaban se olvidarían de su nombre y de quienes eran, como pasaba en el río infernal del mismo nombre. Algunos decían que era realmente ese río infernal, que surgía de la tierra y desembocaba en el océano por aquella región. Los soldados dudaron al llegar a su orilla y empezaron las protestas; que ya estaba bien de tanta conquista, que el clima era cada vez más frío, que por muchas patadas que dabas al suelo solo salían piedras y ni una miserable pepita… mejor volver y no cruzar, no sea que se olvidaran de todo.

Pero Junio Bruto, en vez de soltar una arenga a aquellos soldados plebeyos, hijos de la chusma, simplemente cogió el estandarte de una legión y cruzó el río a caballo, subió la orilla opuesta y empezó a llamar a los legionarios por sus nombres. Así, aparte de demostrar que el río del Olvido era un fake de la época, los obligaba moral y religiosamente a seguirlo, porque ningún romano dejaría su sagrado estandarte solo y en peligro.

Estatua a orillas del río Limia en honor de Bruto... un poco ninot de falla, la verdad.

Al final llegaron a la costa atlántica, lo más seguro que por la desembocadura del Miño y, según cuenta Floro:

“advirtió, no sin cierto horror y temor de haber cometido un sacrilegio, que el sol caía en el mar y sus fuegos se apagaban en las aguas.” 

Había llegado al fin del mundo conocido, donde el sol se hundía en el gran océano. Ya poco más podía hacer.

Desde ese punto, volvería por la costa y luego giraría hasta Braga, para proteger la retaguardia de su ejército de la tribu de los brácaros, que, según Apiano, se acababan de apoderar de los depósitos de provisiones y amenazaban sus comunicaciones con el Duero. Vamos, que todavía quedaban galaicos de sobra y muy cabreados después de la gloriosa batalla.

Allí dio por concluida su campaña. Pero no sus ganas de marcha, porque todavía tuvo tiempo de partir a la Hispania Citerior, para ayudar a su colega (y cuñado) Lépido Porcino en la lucha contra los vacceos; luego fundar una ciudad en la Ulterior con su nombre, Brutobriga, que todavía no ha sido bien localizada, y fundar otra ciudad a orillas del Turia para los veteranos de las guerras contra Viriato y su propia campaña, una ciudad que tendría mucho más futuro y que está muy bien localizada: Valencia.

Valencia romana, ¡Qué bonita le quedó a Bruto!

 Luego volvió a Roma en el 136 a.C. y se le concedió el triunfo frente a “Lusitanos y Galaicos” y se le dio el título honorífico de Callaicus o Gallaecus, que celebró con mucha pompa y mayor boato, pero tres años después, que es el tiempo que le llevó construir un templo de mármol en honor de Marte, cerca del Circo Flaminio, pues no quiso celebrar su triunfo antes de cumplir el voto dado al dios de levantar un templo en su honor, que un romano de verdad con los dioses no se la juega.

 En el interior del templo colocó dos valiosas estatuas, de Marte y Venus, del escultor Escopas, que seguramente consiguió a través de alguno de sus colegas con un pasado de saqueador cultural en Grecia. Plinio todavía las cita en ese lugar dos siglos después. 

Planta del templo de Marte levantado por Bruto. Sencillo pero mono.

 Al poco de volver, se casaría, en torno ya a los 50 años, con la noble Claudia Pulcra, que le daría tres hijos, y siguió con su carrera de senador. Fue nombrado augur en el 130 a.C. y en el 129 a. C. sirvió como legado y apagafuegos  del cónsul Cayo Sempronio Tuditano en Iliria, que andaba muy revoltosa y nada cariñosa. Allí, según Tito Livio, “la derrota fue compensada por una victoria ganada gracias a la habilidades de Décimo Junio Bruto”. Si es que no había nada como los veteranos de Hispania para calmar insurrectos.

Luego dedicó el resto de su vida a su vieja costumbre de protestar desde su escaño del Senado contra los tribunos de la plebe, que en esta época eran los famosos hermanos Graco y sus rabiosos partidarios, los cuales no paraban de exigir derechos y otras tonterías revolucionarias para la escoria plebeya. Por los dioses, como si no hubiera cosas más interesantes, como patrocinar literatos o montar más campañas de conquista.

Los hermanos Graco: El Mal

Pero nuestro viejo protestón, líder de los conservadores más ultras, logró vivir más que ambos hermanos, que murieron de forma violenta y que Bruto celebró a lo grande, sobre todo la del último, Cayo, en 121 a.C., que Bruto apoyó en el Senado y justificó con vehementes discursos y que, por casualidades de la historia, también fue un 9 de junio, el día que venció a los galaicos. Su día de la suerte.

 Pero la alegría le duró poco, porque dejó este mundo alrededor de los 60 años, pocos años después, para alegría de la plebe miserable.

 Décadas más tarde, uno de sus nietos sería Bruto Albino, el otro Bruto que apuñaló a César, ese dictador amado por la chusma plebeya y un traidor a los romanos de verdad. 

Seguramente nuestro Bruto estaría muy orgulloso de su descendiente.

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