El fervor de los seguidores -el mismo que actualmente lleva a toreros y motociclistas a arriesgar un poco más para demostrar que se puede coquetear con lo imposible y resultar victorioso, que es posible apostarlo todo contra la parca y salir indemne- es lo que alentaba el espectáculo. El sacrificio de vidas en pos del entretenimiento colectivo fue un elemento de intensidad variable a lo largo de los siglos durante los que se practicó la gladiatura. Alfonso Mañas, autor de "Gladiadores: el gran espectáculo de Roma", repasa para Tábula la historia del deporte que más pasiones levantó en la antigua Roma.
Alfonso Mañas, en el Coliseo de Roma |
R: Hay distintas teorías sobre su origen. Fuentes romanas dicen que tomaron esta práctica de los etruscos, de los cuales tenemos estatuillas que parecen representar combates gladiatorios. Otras evidencias apuntan a que el origen podría estar en los lucanos y los campanos, dos pueblos que habitaban la Campania. Los lucanos nos han dejado pinturas fúnebres, mientras que de los campanos sabemos que durante las Guerras Samnitas, en las que lucharon como aliados de los romanos contra los samnitas, celebraron combates en los que enfrentaban como gladiadores a los guerreros samnitas capturados.
La primera noticia que tenemos de un combate gladiatorio se remonta al año 264 a. C., poco después de concluir las Guerras Samnitas (343-290 a. C.). No parece lógico que la primera noticia que tenemos sobre esta práctica en Roma coincida con el primer combate, por lo que es probable que se viniesen celebrando desde un tiempo antes.
En los años 90, Mouratidis fue más allá de este dilema y apuntó al origen griego de los combates gladiatorios. Según él, la colonización griega tanto del norte como del sur de Italia a partir del siglo VIII a. C. pudo favorecer el intercambio con los pueblos autóctonos de ideas y prácticas, incluyendo la de los combates funerarios.
P: ¿Qué evidencias hay del origen griego de los combates funerarios?
R: Los griegos nos han legado la descripción más antigua de esta práctica. “La Ilíada” narra el combate que se libra a primera sangre frente a la pira de Patrocolo, con objeto de que la sangre derramada haga más fácil el tránsito del difunto a la otra vida. Dicho ritual también aparece en una fuente histórica, ya que en 317 a. C. uno de los generales de Alejandro Magno, Casandro, hizo luchar a cuatro soldados en los funerales de los reyes de Beocia.
P: ¿En esta etapa prerromana hablamos entonces de luchas sin muerte?
R: No tenemos fuentes escritas que describan cómo eran estos rituales. Tradicionalmente se pensaba que los etruscos, lucanos y campanos enfrentaban a muerte a los prisioneros de guerra, pero una teoría más reciente sostiene que los contendientes eran parientes del difunto o ciudadanos importantes que se presentaban voluntarios. Para ellos sería un honor combatir ante todos los asistentes al funeral.
P: ¿Cómo se ha llegado a esa conclusión si no hay fuentes escritas antiguas?
R: Si analizamos las pinturas lucanas del siglo IV a. C. vemos que no aparecen en las representaciones ni muertos ni caídos. Los luchadores, que blanden una especie de lanza de mano, aparecen sangrando profusamente por brazos y piernas. La forma de manejar esta arma, empuñándola por la parte posterior, parece indicar que el objetivo era pincharse con objeto de que la sangre derramada facilitase el tránsito del espíritu a la otra vida. Es la misma idea que tenían los griegos.
Fresco encontrado en una tumba lucana de mediados del siglo IV a. C. |
P: Sin embargo, Roma hace una relectura diferente de los combates gladiatorios.
R: Para la cultura romana es vergonzoso luchar ante el público; es algo degradante que nadie querría hacer. Por eso parece lógico que se obligase a hacerlo a los esclavos y los prisioneros de guerra. En esta civilización se da una inversión de roles por la que el papel relevante es el del editor, que a través del munus pone de manifiesto el poderío económico y su status elevado.
P: ¿Qué es el munus?
R: Etimológicamente significa obligación. La obligación que se debe a un difunto por parte de sus herederos. Es el compromiso adquirido de celebrar combates en su honor. En un primer momento el munus es un asunto privado, pero los combates son un espectáculo vistoso que atrae a la gente. En la última etapa de la República, en medio de graves crisis como las Guerras Púnicas y las luchas internas por el poder, los aspirantes a cargos destacados explotan esa fascinación por las luchas gladiatorias para mostrar sus capacidades de organización y para atraerse el favor del pueblo de cara a las elecciones.
P: Hemos visto que probablemente en un inicio los combates eran a primera sangre. ¿En qué momento se instituye la lucha a muerte en estos combates?
R: Entre finales del siglo III a. C. y finales del II a. C. es probable que se efectuase una deriva paulatina hacia la espectacularidad, que llevó finalmente a instituir la norma de que muriese el derrotado. Esta revolución brutal conlleva el desprecio hacia los gladiadores, que podemos rastrear en indicios como que no se mencione el nombre de ninguno de ellos hasta finales del siglo II a. C. La misma huída de Espartaco y sus compañeros de la escuela de gladiadores muestra el rechazo de estos ante su situación, algo que era mucho más difícil que ocurriese entre los gladiadores-estrella del siglo I d. C.
La revuelta servil fue una llamada de atención que propició una cierta ‘civilización’ de esta actividad. Cicerón es el primero que menciona la existencia de la missio, el perdón de la vida al que había luchado bien, lo que podría indicar que se instituyó dicha opción por estas fechas, hacia la segunda mitad del siglo I a. C. Poco después Augusto regularía estos espectáculos y prohibiría el combate sine missione, aunque primarían más aspectos económicos que de otra índole: sacrificar a un gladiador era más caro para el editor de los juegos.
P: Es curioso que se despreciase al gladiador pero se encomiase la gladiatura. Usted afirma en su libro que algunos intelectuales ensalzaban los valores morales de este espectáculo.
R: Los valores del munus son elogiados por Cicerón en primer lugar. Posteriormente otros, como Séneca o Plinio el Joven, le siguieron en esta defensa. Todos ellos animaban al pueblo a copiar los valores honorables que mostraba el gladiador en su lucha. Para un pueblo guerrero como el romano, era muy útil un espectáculo que ensalzaba los valores que se suponían a un buen soldado: amor mortis (amar la muerte si esta implica honor, si es la única salida honorable), contemptio mortis (no dar importancia a los aspectos que pueden asustarnos de la muerte), cupido victoriae (deseo de victorias)…
P: ¿Cree que todos los espectadores eran capaces de extraer ese mensaje aleccionador de los combates?
R: Huizinga sostenía que había una gran diferencia entre el punto de vista de Cicerón y el del espectador llano, que sólo querría ver un buen combate. Evidentemente, no todos los que asistían a los combates habían recibido una educación tan esmerada como Cicerón, pero probablemente sí que apreciarían el esfuerzo. Haciendo un paralelismo de 19 siglos, mi abuelo decía que al toro que lucha bien se le indulta. Yo creo que la plebe romana sí que podía hacer esta lectura.
P: Sea por eso o por la notoriedad y riqueza que empezaron a recibir los gladiadores, el caso es que bajo el Imperio combatir en la arena empieza a ser una vía atractiva para ganarse la vida e, incluso, para hacer fortuna.
R: Así es. Asistimos a la aparición de voluntarios (auctoratii) que se alquilan a sí mismos a empresarios de este negocio (lanistae) y asumían un menoscabo de su status jurídico. Al renunciar voluntariamente una persona a su condición de ciudadano y soportar ser “quemado, encadenado, golpeado y muerto por la espada” -como se dice en el “Satiricón”- se evitaba caer en problemas jurídicos que ya se habían planteado en los juegos olímpicos cuando moría un pancracista o un luchador.
P: Todo el que se dedicaba a esta actividad era tachado de socialmente infame. Es entendible que el pueblo llano, que vivía en condiciones lamentables, soportase esta mancha a cambio de la promesa de un futuro mejor. Pero las fuentes hablan de que muchos miembros de las clases altas saltaban también a la arena. Episodios como el martirio de Santa Perpetua demuestran la tragedia que suponía para las familias de origen noble ver a uno de sus miembros en la arena. ¿Por qué ponían en riesgo estas personas su reputación combatiendo ante el público?
R: En el caso de la élite estamos ante un conflicto de sentimientos. Por un lado, existía esa creencia, tan arraigada en España hasta no hace mucho, de que no era honrado actuar ante los demás, de que no era decente dedicarse al mundo del espectáculo, exhibirse ante los otros.
Por otro lado, la Pax Romana acaba con la mayoría de las guerras. Las generaciones criadas con los cuentos de sus mayores sobre guerras y victorias se encuentran sin la posibilidad de librar sus propias batallas. Imaginemos el efecto de esta situación para una sociedad guerrera. La única válvula de escape para las clases pudientes era la de entrenar en combates privados, pero eso no parece suficiente frente a la posibilidad de exhibir en público las habilidades de combate, en especial en un momento en que una cierta ‘humanización’ de la gladiatura había reducido la tasa de mortalidad a uno o dos gladiadores por cada 10 combates.
Por eso, ya con César, Augusto y Tiberio se documentan casos de senadores y caballeros que bajan a la arena. La promulgación constante de leyes que castigan esta opción, no sólo a los senadores y caballeros sino también a sus hijos y nietos, nos muestra que dichas disposiciones no se cumplían.
P: Según Ville, el porcentaje de muertes se incrementó después del siglo I. ¿Por qué?
R: Tenemos evidencias de varios factores que pudieron influir. En primer lugar, hubo un cambio de costumbre para decidir el destino del vencido. Varias fuentes, entre ellas algunos epitafios, sugieren que en el siglo II y III se había extendido una práctica que Dión Casio documenta de manera irrefutable en tiempos de Caracalla (siglo III): el vencedor podía elegir qué hacer con el vencido, indultarlo o matarlo. Lo más frecuente era lo segundo.
Por otro lado, los munera sine missione, cuya prohibición por parte de Augusto se había respetado durante buena parte del siglo I, vuelven a ser autorizados por varios emperadores del siglo II y III. Esto disparó la tasa de muerte, pues implicaba que el vencido siempre moría.
Las dos evidencias previas hacen suponer que el público del siglo II y, sobre todo, del III tenía un mayor gusto por la muerte, se fue haciendo cada vez más cruel. Las causas para ello son varias, pero entre las directamente relacionadas con la gladiatura está el hecho de que para entonces este era ya un espectáculo al que estaban muy acostumbrados, por lo que lo de siempre les parecería poco y por tanto cada vez necesitaban más ‘emoción’, más ‘crueldad’ para que el espectáculo les satisficiese. Esta tendencia hacia la crueldad continuaría en los siglos IV y V, ya con el cristianismo, claramente apreciable en las condenas y ejecuciones establecidas por los emperadores cristianos, desde Constantino I en adelante. De hecho, el código penal de los emperadores cristianos es el más brutal, con mucho, de toda la historia de Roma.
Lance gladiatorio. Gliptoteca de Munich |
R: En un principio, lo que pedían los líderes religiosos era que los cristianos no fuesen a esos espectáculos porque corrompían el alma del cristiano, pero no la prohibición del espectáculo gladiatorio.
Los combates en sí no les importaban, ya que solo implicaban a gladiadores, que para ellos eran asesinos profesionales que voluntariamente habían aceptado ese oficio. En su opinión el alma de estas personas ya estaba condenada, de modo que no se perdía ninguna para el reino de los cielos. Consideraban sus heridas y la muerte en la arena como el justo castigo divino al pecado de entrar en ese oficio. De hecho, actores, prostitutas y gladiadores no eran admitidos en la catequesis. No podían recibir formación para el bautismo hasta que no habían pasado un largo periodo retirados, purificados de su profesión.
En fechas más tardías algunos, como Prudencio (403), sí pedirán expresamente la prohibición de la gladiatura, aunque no lo considerasen el espectáculo más pernicioso. El primero en prohibir, si hubiesen podido, era el teatro, pues consideraban que propagaba ideas lujuriosas y llevaba a los espectadores a cometer otros pecados. La crueldad que veían en el anfiteatro acababa ahí mismo, pues evidentemente al salir del anfiteatro no había peligro de que reprodujesen esos pecados.
Pese a esta inquina hacia los espectáculos, nunca lograron prohibir los combates, el teatro, ni las carreras del circo, el otro espectáculo romano que criticaban.
P: ¿Es erróneo, entonces, explicar el fin de la gladiatura por el auge del cristianismo?
R: Achacar el fin de la gladiatura a un solo elemento es un error, y especialmente al cristianismo. La gladiatura acabó por desaparecer debido a la conjunción de una serie de factores, entre los cuales se supone que debió de estar el cristianismo, aunque desde luego no fue de los principales. A día de hoy realmente no sabemos a ciencia cierta qué influencia real, si es que llegó a tener alguna, ejerció el cristianismo en el fin de la gladiatura.
Uno de los factores directos que sí sabemos que la debilitó es el hecho de que desde el siglo II en adelante las élites económicas ya no están tan dispuestas a gastarse su fortuna en evergesías para entretener a sus vecinos. Unido a esta razón, encontramos un constante encarecimiento de los precios de los gladiadores, que hacía muy difícil encontrar a alguien con el dinero suficiente para pagar un munus de nivel decente. Si no podían encontrarse gladiadores de nivel, se contrataban gladiadores malos, los cuales ofrecían un mal espectáculo, lo que causaba desafección en el público y que muchas personas ya no deseasen volver a ver ese espectáculo.
Sobre el cristianismo, las críticas de los líderes de la Iglesia evidentemente debieron de ejercer algún efecto entre sus feligreses. Algunos debieron de decidir no volver más a ver ese espectáculo, pero también hay que tener presente que los feligreses hacían muy poco caso a los sermones, como lamentan los propios líderes religiosos. Tertuliano o San Agustín se quejan en varias ocasiones de que los cristianos preferían ver los munera antes que ir a misa.
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