martes, 29 de julio de 2014

Marco Manlio Capitolino, o los peligros de ser un héroe I (2)


(Viene de:"Marco Manlio Capitolino, o los peligros de ser un héroe I")

Lejos de colaborar facilitando créditos a bajo interés, los patricios se aprovecharon de la situación, obligando a sus conciudadanos a aceptar condiciones de auténtica usura. Aquellos que no podían pagar eran de inmediato vendidos como esclavos. Marco Manlio, que pertenecía a una de las gens patricias más poderosas y de más rancio abolengo (el cognomen Capitolino no procedía de su hazaña defensiva, como creen algunos, lo ostentaba desde antiguo la familia por tener su residencia en la propia colina del Capitolio) había sido hasta entonces un decidido partidario de su clase, e incluso fue nombrado interrex en el año 387 a. C. Su conversión a la causa plebeya estuvo provocada, según la versión oficial, que recoge Livio, por su orgullo desmedido, al considerar que sus colegas patricios no valoraban suficientemente su “heroicidad”. Una cosa que me encanta de Tito Livio es que, junto a la versión oficial a la que se adhiere siempre de la forma más grandilocuente, desliza los datos que permiten cuestionarla. 

Así nos cuenta que viendo un día a un centurión condecorado, camarada suyo en la defensa del Capitolio, encadenado por deudas, corrió en su ayuda y pago de su propio bolsillo su libertad, afirmando que le parecía totalmente inútil haber derrotado a los galos si, al final, los ciudadanos romanos eran igualmente reducidos a la esclavitud. La multitud se reunió para aclamarle, y el centurión le agradeció su gesto mientras explicaba: «…combatiendo, levantando su hogar derruido, después de pagar ya varias veces el importe del principal continuamente desbordado por los intereses, se había hundido bajo la usura»  La plebe, aquella masa a la que Catilina definiría como “un gigante sin cabeza”, tenía ahora un líder. Y todo cazador de gigantes que se precie sabe que la única forma de acabar con uno es cortarle la cabeza lo más rápido posible. Los patricios, desde luego, lo tuvieron bien claro a lo largo de toda su historia.

Tras la guerra contra los galos, Roma había tenido que enfrentarse a la rebelión de sus vecinos, en especial los volscos, que querían aprovechar el debilitamiento de la ciudad para sacudirse su yugo. El senado recurrió, una vez más, a Marco Furio Camilo, que los aniquiló con su tradicional e inmisericorde eficacia. Poco después, sin embargo, vuelven a sublevarse. Alegando ese peligro exterior, el senado decide nombrar un nuevo dictador, pero el cargo no recae esta vez en Camilo, sino en un tal Aulo Cornelio Coso. Tito Livio advierte que, sin duda, los lectores se preguntarán de dónde habían sacados los volscos y sus aliados un nuevo ejército tras acabar de ser aplastados y, después de ofrecer y descartar varias posibles explicaciones, él mismo reconoce que el verdadero motivo de este nombramiento era el peligro que representaba Manlio. Tras reclutar nuevas tropas, el dictador marcha contra el enemigo, que, naturalmente, es rápidamente derrotado. Pero no disuelve su ejército. Al parecer, entre los prisioneros se encontraron guerreros latinos y de muchos otros pueblos de Italia, incluso ciudadanos romanos de diversas colonias —oportunísima coincidencia con las alegaciones patricias en contra del reparto de tierras—que, una vez enviados al senado, denunciaron al unísono la existencia de un gran complot contra Roma. Esta “conspiración exterior“ “obligó” al senado a tomar medidas excepcionales, como acuartelar las legiones. 

Entre tanto Manlio había continuado con su campaña para lograr que se aprobasen medidas contra la usura y en favor de los ciudadanos agobiados por las deudas. Vende incluso la mayor parte de su patrimonio para obtener recursos con los que ayudar a los casos más urgentes. El pueblo lo idolatra.

Pero comete entonces un gravísimo error de cálculo, quizás motivado, esta vez sí, por el orgullo, al ver que su hazaña en el Capitolio era eclipsada por la supuesta victoria de Camilo contra los galos. Bien, se pregunta, si los invasores fueron derrotados y el oro del rescate recuperado… ¿dónde está ese dinero? ¿Por qué no se emplea en aliviar la desesperada situación del pueblo de Roma? 

¿Dónde estaba el dinero? Veamos la explicación que nos da Tito Livio: «El oro que se les había quitado a los galos y que, en medio del revuelo, había sido trasladado al santuario de Júpiter desde los demás templos, como no se recordaba con claridad a qué templos debía ser llevado, fue declarado sagrado en su totalidad y se dispuso que fuese enterrado bajo el sitial de Júpiter» Hasta aquí la narración, aunque puede parecer cuestionable, no carece de lógica, pero a continuación la historia se enreda considerablemente «…faltando oro estatal para reunir la suma acordada como rescate con los galos, se había aceptado el aportado por las matronas con la finalidad de que no se tocase el oro sagrado. Se les dieron las gracias a las matronas y se les concedió el honor de tener, al igual que los hombres, un elogio fúnebre solemne después de su muerte».

Vamos a ver: ¿El oro sagrado se empleó o no en pagar el rescate? Vale que si se empleó y fue recuperado se decidiera no devolverlo a su lugar de origen, pero… ¿Y el oro aportado por las matronas?, ¿y el del estado? Esos no tenía ningún carácter sagrado; ¿por qué no se les devolvió?, ¿qué fue de él? La verdad la conocían todos: el oro no fue devuelto a nadie porque la supuesta derrota de los galos nunca se produjo. Pero Manlio olvidaba que los resistentes del Capitolio fueron un puñado, mientras que la inmensa mayoría de los habitantes de la ciudad, que habían huido, estaban encantados con esa leyenda que los convertía a ellos en los verdaderos salvadores de la patria. El senado ve su oportunidad, y llama al dictador para que, acompañado por el ejército, acuda a Roma. Una vez en la ciudad hizo conducir a Manlio ante él y le emplazó a que dijera dónde estaba oculto y quien se había quedado con el rescate de los galos, so pena, si no podía hacerlo, de ser condenado por injurias. Este respondió echándole en cara haber reunido un ejército contra su propio pueblo, e instó a los senadores a que se conformaran con recibir el principal de los préstamos más un interés razonable y dejasen de exprimir a los deudores. Respecto al rescate afirmó que quien debía explicar su destino eran las personas que se habían hecho cargo del mismo, lo único que él sabía era que tras ser “recuperado” nadie había vuelto a verlo.

El razonamiento resultaba totalmente lógico, el problema era que los romanos no querían oírlo. Manlio fue detenido y conducido a prisión. Pero después, la plebe empezó a avergonzarse de su cobardía al permitir que su defensor fuera apresado. Llenaron las calles vestidos de luto, rodeando el senado y la prisión, en una de las primeras muestras de “resistencia pacífica” de las que se tiene noticia. Cuando el dictador quiso celebrar su triunfo, la multitud, en vez de aclamarle lo abucheó, acusándole de celebrar la victoria sobre un ciudadano romano, no sobre el enemigo. Para complicar aún más las cosas, las ciudades implicadas en la supuesta “conspiración” contra Roma enviaron embajadores para negar esa acusación, exigiendo que se les entregase a quienes habían afirmado tal cosa. El senado, cada vez más nervioso, se negó en redondo, e instó, sobre todo a los colonos, que eran ciudadanos romanos, a, en palabras de Tito Livio ;«…salir de Roma cuanto antes, lejos de la presencia y de la vista del pueblo romano, no fuese a ocurrir que no les alcanzase el derecho de embajada» A continuación, «…el senado, sin que nadie se lo pidiese, se volvió, de repente y por voluntad propia, generoso, y ordenó el envió a Sátrico de una colonia de dos mil ciudadanos romanos, asignándoseles dos yugadas y media de tierra a cada uno» . Pero esta mínima concesión, en lugar de calmar al pueblo lo exasperó aún más, al considerar que era el pago que les ofrecían por traicionar a su benefactor.

Aulo Cornelio se había visto obligado a abandonar la dictadura y disolver sus legiones tras celebrar el triunfo, por lo que el senado carecía de tropas con las que hacer frente a una cada vez más inminente rebelión. Decidió, por tanto, poner en libertad a Manlio. Con ello, como dice Livio, en vez de calmar la sedición le dieron un líder. Un líder que, como suele suceder en estos casos, había salido de la cárcel mucho más radicalizado que cuando entró. Ya no pedía al senado concesiones, apelaba directamente al pueblo, recordándole, según Livio, que: «…contad cuántos sois vosotros, cuántos adversarios tenéis. Pues tantos como fuisteis clientes en torno a un solo patrón, tantos seréis ahora en hacer frente a un solo enemigo… Simplemente mostrad la guerra: tendréis la paz. Que os vean dispuestos a emplear la fuerza: ellos mismos cederán en su derecho» 

Entre tanto, el senado tampoco permaneció de brazos cruzados. Reunidos en una casa particular, continua Livio, con los magistrados y los tribunos de la plebe favorables a su causa —casi siempre había alguno debido a las redes clientelares—, estos proponen el siguiente plan: « ¿Por qué convertimos en un conflicto entre patricios y la plebe lo que debe serlo entre la población y un solo ciudadano?¿Por qué atacamos a la plebe junto con ese al que es más seguro atacar por medio de la propia plebe para que se derrumbe bajo el peso de sus propias fuerzas? Tenemos intención de demandarlo. Nada hay menos popular que la monarquía. Tan pronto como la multitud vea que no es contra ella contra quien se lucha, y que de acusados pasan a jueces, y que tienen ante sus ojos a unos acusadores plebeyos y a un acusado patricio, y delante de sí un delito de realeza, actuarán a favor de su propia libertad más que de ninguna otra cosa» 

La plebe quedó conmocionada, sobre todo al ver al acusado de luto sin que lo acompañase nadie, pues su propia familia, patricia, encabezaba la causa contra él. «Cuando llegó el día señalado, aparte de las reuniones multitudinarias, las palabras sediciosas, las larguezas y la falsa denuncia —por el destino del oro de los galos—, no encuentro en ningún historiador ningún cargo que fuera imputado al acusado por sus acusadores referente, específicamente, al delito de pretender la monarquía; pero estoy seguro —añade Livio en su línea habitual— de que no debieron ser pequeños, dado que si la plebe tardó en condenarlo, ello se debió no a la causa procesal, sino al emplazamiento» ¿A qué se refiero con “emplazamiento”? El juicio se celebró inicialmente en el Campo de Marte, y a los acusadores les fue imposible conseguir una condena. Alegaron que eso se debía a que la vista del Capitolio, el lugar que el acusado había salvado de la destrucción, influía en la Asamblea del Pueblo, por lo que decidieron suspender el juicio. 

Al día siguiente convocaron por sorpresa otra sesión, pero esta vez en un bosque a las afueras de la ciudad. La nueva asamblea, en la que sin duda serían mayoría los clientes de los patricios, rápidamente «dictó una sentencia horrible, odiosa incluso para los jueces. Hay quien dice que fue condenado en realidad por duunviros, nombrados para instruir las causas de alta traición. Los tribunos lo precipitaron desde lo alto de la roca Tarpeya, y un mismo lugar, en relación con un solo hombre, fue a la vez el recordatorio de su gloria excelsa y de su suplicio capital»  A su muerte, añade Livio, se sumaron dos notas infamantes: por un lado su casa fue derruida y se construyó en el lugar que ocupaba —sutil ironía— el templo de Juno Moneta, la ceca donde se acuñarían las monedas de Roma; y por otro su propia familia maldijo el nombre de Marco, prohibiendo a todos sus miembros llevarlo en el futuro.

La plebe no lo olvidó, y su muerte daría inicio a un cisma entre el pueblo de Roma y sus dirigentes que, en lugar de remitir, fue agravándose con el paso del tiempo. Solo se unían para enfrentarse a un enemigo exterior, y no creo que este hecho fuera ajeno a que la Republica viviera desde entonces en un estado de guerra casi permanente. La reiteración de la acusación de querer reinstaurar la monarquía se aplicó desde entonces, y de manera casi sistemática, a cualquier líder molesto para el régimen, hasta que al final, cuando llegó quien de verdad planeaba acaparar el poder absoluto, por reiterada nadie la creyó

Por último señalar que aunque los motivos de la ejecución de Manlio fueron evidentemente políticos, el lugar y el modo de hacerlo revelan sin duda un fuerte rencor personal; el más implacable de todos, el de los salvados hacia su salvador.



P.D.

(Según Aulo Gelio, que cita a Cornelio Nepote, fue fustigado hasta la muerte, pero la verdad es que Gelio no es una fuente muy fiable.)

2 comentarios:

  1. Muy buena la narración. Te mantiene en vilo hasta el final. Felicidades al autor. Ya la he conpartido en AR.

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