Todos los pueblos tienen sus héroes, verdaderos, inventados o, más frecuentemente, adaptados a sus necesidades. Los tenían los griegos, los tenían los romanos y los tenemos nosotros. Eso no significa que todos sean iguales, es más, la elección de sus héroes refleja, como pocas cosas, las características de una cultura. Los héroes griegos nacen de la mitología, hijos de su amplísimo panteón de dioses. Los nuestros también proceden de la mitología, en este caso de Hollywood, que los produce en serie, los crea, los destruye o los transforma según el mensaje que nos quiere trasmitir en cada momento. Los héroes romanos, por el contrario, siempre eran, o pretendían ser, verídicos, personas de carne y hueso. De los héroes griegos de Troya, solo uno no era hijo de un dios, Diomedes, el único mortal que venció en combate a los inmortales, y según los propios romanos después de la guerra emigró a Italia y fue uno de sus ancestros. Pero los héroes de Roma tenían algo más en común: en líneas generales acababan muy mal. Porque el sentido práctico y realista de los romanos les impedía ignorar lo evidente; pocas cosas hay más peligrosas en esta vida que ser un héroe. Ya lo dijo Mafalda: un mártir es un héroe sin suerte. Lucio Sicio Dentato, el mayor guerrero, el mejor soldado de la historia de Roma, fue uno de esos héroes.
Su cognomen “dentato”, al parecer se debe a que nació ya con dientes (o a que tenía una dentadura como el teclado de un piano, que también podría ser, los romanos tenían muy mala baba para eso de los apodos). Vino al mundo en el año 514 a.C., en el seno de una familia plebeya sin miembros de importancia, por lo cual tuvo que buscarse desde muy joven el futuro en el ejército, un oficio para el que nunca falta trabajo, y menos en Roma. La época no podía ser más convulsa, poco después de su nacimiento los romanos derrocaron al último de sus reyes, Tarquino el Soberbio (es de suponer que si hubiera ganado hubiera sido recordado como el justiciero o algo por el estilo) e inaugurado la República, con sus cónsules, tribunos y demás. Tarquinio, lógicamente, no se tomó muy a bien eso de que lo derrocaran y con la ayuda de sus parientes etruscos intentó reiteradamente recuperar el trono. Y como ya se sabe que a río revuelto ganancia de pescadores, los vecinos de Roma, tan depredadores como ella misma, aprovecharon para lanzarse sobre su territorio. Por otro lado, la desaparición de la monarquía volvió a dejar al descubierto las graves diferencias entre patricios y plebeyos que, prácticamente, solo se ponían de acuerdo para luchar. Quizás por eso Roma viviría en pie de guerra de forma casi permanente, como única forma de evitar que sus conflictos políticos y sociales la destruyeran. Eso ha sucedido con más de un imperio.
En este ambiente, Dentato destacó tanto en el campo de batalla como en la reivindicación de los derechos de los plebeyos, tal y como corresponde a un verdadero héroe. Con las armas en la mano era imbatible. Fue ascendido a centurión y luego a primipilus, “primera lanza”, el mayor rango que podía alcanzar un soldado. Estaba por encima de todos los centuriones y solo debía obediencia al legatus nombrado por el senado. Según Plinio el Viejo y Dionisio de Halicarnaso, participó en 120 combates, ocho de ellos singulares, es decir, se enfrentó como campeón de los romanos a un rival designado por sus enemigos para decidir la suerte del enfrentamiento (y ahorrarse el masacrarse entre ambos ejércitos), mató a 300 adversarios, y sufrió 45 heridas, todas por delante, ninguna en la espalda, algo de lo que estaba muy orgulloso. Por su valor recibió nada menos que 200 condecoraciones, 14 coronas civiles (otorgadas por salvar la vida a un ciudadano romano), 3 coronas murales (por ser el primero en traspasar las fortificaciones enemigas) y 8 coronas diversas más; 83 torqueses (collares en forma de anilla abiertos por delante) de oro; 160 armillas (brazaletes) de oro; 18 hastae purae (un simbólico venablo de madera) y 25 phalare (medallones que se sujetaban en el pecho, sobre la armadura). También, según Plinio el Viejo, fue condecorado con la corona gramínea; la más alta condecoración militar romana, concedida únicamente en 9 ocasiones en toda la historia de Roma. Ganarla no era fácil, para lograrlo era necesario salvar a un ejército romano entero de la destrucción, emulando al propio Dentato, el primero en obtenerla y para el que, de hecho, fue creada por sus agradecidos camaradas. Y es que esa corona no la otorgaban los cónsules, el senado ni ningún otro cargo político o militar, sino los propios soldados en el campo de batalla, reuniendo allí mismo hierbas y tallos para confeccionarla.
Esta continuaría durante varios siglos más, hasta que los soldados plebeyos se hartaron y las legiones entregaron el poder a aquellos de sus generales que se comprometieron a repartirles tierras, poniendo así fin a la República. Pero no adelantemos acontecimientos. En el año 455 a.C., siendo cónsules Tito Romilio Roco Vaticano y Cayo Veturio Cicurino, se propuso votar por la asamblea el enésimo intento de ley para repartir los latifundios públicos de los que disfrutaban los patricios. Entre los que habló a su favor el más elocuente fue el propio Lucio Sicio Dentato, ya con 58 años, que explicó que habían logrado aquellas tierras por el valor y sacrificio de los plebeyos, que constituían el grueso de la población y del ejército, enumerando a continuación su impresionante lista de hazañas y recordando a los patricios su vileza al haber sido capaces, solo para conservar sus privilegios, de cometer los peores delitos y desmanes. Su intervención fue tan contundente que, para evitar que la ley fuera aprobada inmediatamente, los patricios tuvieron que recurrir a una de sus tretas favoritas: utilizar a los plebeyos de sus amplias redes clientelares para reventar la asamblea e impedir la votación. En respuesta los tribunos reunieron de nuevo al pueblo para decidir el castigo aplicable a los responsables. Algunos pedían a gritos coger las armas y hacerlos pedazos, otros la secessio plebis, una primigenia forma de huelga, pero Dentato los convenció para que decidieran el menor de los castigos posibles, una multa, y se pasara página para poder aprobar cuanto antes la ley de reparto de tierras. Ser generoso con determinada gente es algo que esta nunca perdona.
Sin embargo, una vez más, algo impidió la aprobación de la ley: una delegación de Tusculum llegó a Roma pidiendo urgentemente ayuda para defenderse del ataque de los ecuos. Los cónsules convocaron al ejército, lo que impedía que se realizaran asambleas hasta el regreso de los ciudadanos movilizados. Los plebeyos se indignaron ante lo que consideraban un nuevo truco y muchos se negaron a alistarse, pero Dentato, considerando que la defensa de Roma estaba por encima de cualquier otra cuestión, sí lo hizo, junto con ochocientos de sus veteranos. Una vez frente al enemigo ambos ejércitos acamparon uno frente a otro, sin que el cónsul Romilio, al mando de las tropas, se decidiera a atacar, lo que provocó incluso las burlas de los ecuos. Dentato empezó a sospechar que era todo una treta de los patricios para dejar pasar el tiempo sin que pudieran celebrase asambleas, hasta que se eligieran nuevos tribunos. Cuando se lo echó en cara a Romilio, este respondió presentándole su plan de batalla: él y sus ochocientos camaradas ascenderían la colina enemiga y atacarían directamente su campamento. Mientras se dejaban masacrar, el resto del ejército, es decir los patricios y sus clientes, atacarían aprovechando que estaban desprevenidos. Dentato protestó, porque aquello era enviarlos a una muerte segura, ante lo cual el cónsul se burló recordándole la impresionante lista de hazañas que había desgranado en su discurso ante la asamblea. La trampa era evidente: u obedecía y se dejaba matar o se negaba a ir y quedaba deshonrado como un cobarde. Dentato aceptó aquella misión suicida porque afirmó que valoraba más su honor que la propia vida.
Romilio debió verlos marchar muy satisfecho de su ingenio pero, como tantos otros que se creen muy listos, cometió el error de minusvalorar a su rival. Y es que nadie sobrevive a cuarenta años de combates siendo solo un bruto que reparte mandobles. Dentato obedeció la orden… a su manera. Mientras, como todos los días, los dos ejércitos se alineaban en el valle, él y sus hombres ascendieron la colina que llevaba al campamento enemigo después de haberla rodeado arrastrándose por un bosquecillo. Como sabía que la mayoría de la guarnición estaría en la parte delantera de la empalizada, contemplando el espectáculo en el valle, él y sus hombres se acercaron sigilosamente desde atrás, saltaron la empalizada y los atacaron por sorpresa y por la espalda. Después de liquidarlos o ponerlos en fuga cargaron colina abajo contra el grueso del ejército ecuo, que permanecía alineado frente al de Romilio intercambiándose proyectiles e improperios. Estos, cuando vieron que su campamento había sido tomado y que se les echaba encima el famoso Lucio Sicio Dentato con sus colegas, no se lo pensaron dos veces y se dieron a la fuga. Dentato no solo había sobrevivido a la misión suicida, había ganado la batalla, obtenido un gran botín e incrementado aún más su leyenda. Romilio estaba furioso, y para vengarse decidió retener el botín, según él con el fin de “aliviar las penurias del estado”, en vez de repartirlo, de acuerdo con la costumbre, con lo cual Dentato y sus hombres se quedaban sin recompensa. Este reaccionó con indignación… e inteligencia. Como vencedor del combate, reclamó su derecho a efectuar una ofrenda a los dioses para agradecerles que tanto él como sus ochocientos camaradas hubieran sobrevivido; una “ofrenda” que consistió en sacrificar a todo ser vivo capturado y pegar fuego al campamento con la totalidad del botín en su interior, ante la mirada estupefacta del cónsul. Con los romanos, pocas bromas.
A partir de aquí, los acontecimientos, y la carrera de Dentato, se sucedieron imparables. El año siguiente, 454 a.C, fue elegido tribuno de la plebe, y completó su ajuste de cuentas con Romilio haciendo que lo procesaran por corrupción, delito por el que fue condenado al pago de una fuerte multa (ya hemos explicado que nuestro héroe era partidario de los castigos económicos, que duelen como poco a los corruptos y no crean mártires). Aparte de eso, continuó dando voz a las reivindicaciones de la plebe, una voz que era imposible acallar. Una de esas reivindicaciones marcaría un hito en la historia europea. Hasta entonces la legislación de Roma consistía básicamente en los mores maiorum, las tradiciones de los antepasados, unas costumbres que se conservaban de forma oral y eran “recordadas” por los pontífices. Esto, naturalmente, repercutía en una gran inseguridad jurídica, especialmente para los plebeyos ya que los pontífices y los jueces eran siempre patricios. Por eso exigieron que las leyes se pusieran por escrito y se exhibieran de forma pública, de manera que todo el mundo pudiera conocerlas y no quedaran al albur de los patricios, y que estas leyes fueran iguales para todos los ciudadanos. Los patricios se resistieron cuanto pudieron pero, al final, y ante la amenaza de secesión plebeya, se vieron obligados a ceder. Para elaborarlas se eligió un colegio especial de diez magistrados, los decemviri, cuyo poder estaba por encima incluso del de los cónsules. Esta comisión elaboraría un conjunto de leyes, las XII tablas (como las de Moisés, qué casualidad) que serían la base del derecho romano y, por tanto, del nuestro.
Para presidir el primer decenvirato fue elegido Apio Claudio Craso, miembro de una de las familias patricias más importantes (de ella saldría la primera dinastía imperial) y uno de los grandes impulsores del proyecto, lo que le granjeó la simpatía del pueblo. La labor de este primer decenvirato se consideró ejemplar, sus leyes fueron justas y cada una fue sometida a la aprobación de la asamblea. Al terminar el año habían redactado diez leyes pero, como el trabajo aún estaba incompleto, se decidió nombrar un nuevo decenvirato. Claudio, gracias a su excelente reputación, logró ser reelegido, esta vez con diez hombres de su absoluta confianza. Elaboraron dos leyes más y tras ello se esperaba que grabaran las doce en tablas de bronce, las expusieran en el foro y dimitieran, entregando de nuevo el poder a los cónsules y tribunos. Pero no lo hicieron. Cada decemviri se hizo rodear de doce lictores armados con fasces que incluían hachas, y como portar armas dentro de la ciudad estaba prohibido, estos 120 hombres armados constituían un cuerpo verdaderamente intimidatorio. Impidieron la celebración de nuevas elecciones, sometieron a quienes se les oponían a juicios arbitrarios a puerta cerrada… todo parecía indicar que Apio Claudio Craso aspiraba a convertirse en rey, o por lo menos en tirano, de Roma.
Los sabinos y los ecuos aprovecharon la confusión para reiniciar sus razias sobre territorio romano y los decenviros convocaron al senado, que no se presentó al considerarlos ilegítimos. La postura del senado y los patricios ante los decenviros siempre fue ambigua, ya que por una parte los veían como una garantía frente al creciente poder de la plebe, pero por otro temían que les privaran de su propio poder. Finalmente, y tras algunas negociaciones, se decidió convocar al ejército, pero la plebe se negó a alistarse. Una vez más fue Lucio Sicio Dentato, ya con más de sesenta años y firme opositor a los decenviros, uno de los pocos que accedió a tomar las armas para defender a la República y su ejemplo fue imitado por otros muchos, lo que permitió que se reunieran las tropas necesarias para la campaña. Esto, lejos de granjearle la simpatía de Claudio Craso, desató su temor. Era evidente el enorme ascendiente de Dentato entre el pueblo, en especial entre los militares, ¿qué pasaría si decidía utilizarlo para acabar con su gobierno? Decidió que la única forma de evitarlo era darle muerte, pero escarmentado por lo sucedido con Romilio modificó ligeramente el plan original de este. Dentato fue enviado a una patrulla rutinaria junto con un puñado de soldados previamente escogidos por Claudio. Fueron veinticinco los curtidos veteranos seleccionados para asesinarlo y de ellos solo diez regresarían con vida, algo que no hizo sino incrementar su fama. Al regresar al campamento aseguraron que los habían atacado los sabinos, pero cuando sus compañeros acudieron al lugar solo encontraron cuerpos de soldados romanos y comprobaron que Dentato conservaba sus armas, algo imposible si los matadores hubieran sido los sabinos.
Ese fue, una vez más, el trágico final de un héroe.
Para acallar las protestas, se ordenó celebrar un gran funeral de estado por el “héroe muerto por los malvados enemigos de Roma” amenazando con procesar a cualquiera que pusiera en duda la versión oficial por “denigrar su insigne memoria”. En política, todo hace tiempo que está ya inventado. Después de asesinarlo, Claudio Craso se desmandó. Encaprichado con la hija de un centurión llamado Virginio, Virginia, decidió utilizar su poder para convertirla en su esclava mientras su padre servía en el ejército enviado contra los ecuos, un episodio que recuerda mucho al de Sexto Tarquino con Lucrecia, ya se sabe que no hay nada como un buen escándalo sexual para atraer la atención. Este, avisado por sus amigos, regresó apresuradamente a Roma y, antes de permitir la deshonra de su hija, la degolló (gracias, papá). La plebe indignada se sublevó, al igual que el ejército enviado contra los ecuos, sumándose al que hacía frente a los sabinos y que ya estaba en franca rebelión desde la muerte de Dentato. Los decenviros no tuvieron más remedio que dimitir, esperando con ello conservar, al menos, la vida. Los cónsules y los tribunos de la plebe fueron restaurados y las XII Tablas, grabadas en bronce, fueron colocadas en el foro. Quizás, sin nuestro héroe nunca hubiéramos tenido derecho romano y nuestro mundo sería muy diferente.
Il fatto di Virginia - Camillo Miola |
En cuanto a Apio Claudio Craso, según algunos se suicidó en prisión, según otros fue ejecutado.
FUENTES
Aulo Gelio, Noches áticas, II. 11
Dionisio de Halicarnaso, Antiguedades romanas, X. 36
Plinio el Viejo, Historia natural, XXII. v
Tito Livio, Ab urbe condita, III.43
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