lunes, 8 de enero de 2018

Manlio Torcuato y su ilustre estirpe


Dos celtíberos y un romano en apuros.
La triste historia de los prisioneros romanos de la batalla de Cannas arroja muchas sombras, si bien algunas son más oscuras que otras. Las más impenetrables se ciernen sobre los grandes perdedores del episodio: los cautivos abandonados a su suerte, cuyo rastro prácticamente desaparece de las crónicas. En cambio, el olvido de la Historia no ha sido tan contumaz con Tito Manlio Torcuato, el político conservador que selló el destino de 7.000 compatriotas que, a su juicio, no merecieron una segunda oportunidad. Los anales nos brindan algunas líneas más sobre esta figura, que legó un estricto código de conducta para todos sus descendientes.


La Historia la escriben los vencedores… al menos los vencedores vivos. Los esclavos son una especie de ‘no muertos’ que no despiertan gran interés en los anales de la Humanidad. En el caso de los 7.000 romanos que cayeron en poder de Aníbal en la batalla de Cannas, es bastante probable que, aunque su ciudad renunciase a pagar por ellos, las familias pudientes rescatasen a sus seres queridos. Sin embargo, los más pobres fueron ajusticiados o vendidos como esclavos.

Más de dos décadas después de aquel episodio, Flaminino encontró durante sus campañas en Grecia a algunos cautivos de Cannas. Teniendo en cuenta la dureza de la vida de los esclavos, es más que probable aquellos a quienes halló el cónsul serían los pocos afortunados que lograron por sus medios ser liberados o, al menos, puestos confortables en la servidumbre. El resto desapareció sin dejar rastro de su suerte.

Quien permanece en las páginas de la Historia es Manlio Torcuato, que todavía continuó muchos años suministrando tradición con su delicadeza habitual. Al año siguiente a Cannas, fue célebre su intervención ante los que postulaban la renovación del Senado para abrir esa institución a las élites de los aliados itálicos. Aquellas ciudades, que llevaban décadas e incluso siglos bajo la batuta de Roma, prestando ayuda a su política expansiva, eran irrelevantes en el ámbito político. Por eso, en un momento en el que Roma necesitaba más que nunca la ayuda de sus aliados, algunas voces insinuaron la conveniencia de incluir como senadores a representantes de las ciudades amigas. En una nueva muestra de su talante dialogante en todo lo relativo a las tradiciones, Torcuato amenazó con “matar con sus propias manos” a quien se atreviese a sugerir delante de él una medida así.

Atribulada estampa de Fabio Máximo.
La crónica de Tito Livio deja entrever que la radicalidad de Manlio Torcuato era excesiva para algunos de sus conciudadanos. Estos verían posiblemente con regocijo cómo el más joven, inexperto y plebeyo P. Licinio Craso le arrebató el título de Pontífice Máximo en 212 a. C. Asimismo, el baluarte conservador se quedó sin su puesto de princeps senatus, el puesto de mayor prestigio en el Senado. En una sorpresiva maniobra, P. Sempronio Tuditano (aquel tribuno militar al que elogió Torcuato por haberse escabullido en la noche, tras la fatídica jornada de Cannas) apoyó para la censura de 210 a. C. a Q. Fabio Máximo. Curiosa finta del destino, que privó al anciano senador del puesto que por edad le correspondía.

Sin embargo, no hay justicia poética en la Historia. El revés no fue más que un tropezón en la carrera política de Torcuato, quien siguió siendo un referente conservador en la alta política de la República: en 210 rehusó ser cónsul por problemas de vista; dos años después resultaría elegido dictador, encargado de organizar los Grandes Juegos que la República había prometido a Júpiter años antes. Aquellos fastos fueron el último servicio que Torcuato prestó a la República, antes de morir en 202 a. C., no sabemos si antes o después de ver derrotada a Cartago.

En cualquier caso, la desaparición de Torcuato no supuso el final de una estirpe centrada en la creación de ‘ciudadanos de una sola pieza’, férreos en la defensa del deber y la honestidad. Hay que reconocerles gran coherencia con este alto código de conducta, que impusieron a costa incluso de su propia sangre. Era bien conocido que el primer Torcuato, el vencedor del galo gigantesco, hizo ejecutar a su propio hijo por desobedecer sus órdenes e imitarle aceptando un combate singular.

Otro Torcuato, descendiente cercano del azote de los prisioneros de Cannas, tampoco se quedó corto en el engrandecimiento del prestigio familiar. Elegido en 140 a. C. como juez de su propio hijo -el pretor de Macedonia, Décimo Junio Silano Manlio- a quien acusaban de robo y extorsión, el progenitor le declaró culpable y le condenó al destierro. La sentencia fue un duro golpe para el reo, que se quitó la vida.

El rechazo del padre biológico a acudir al funeral de su hijo, más que rectitud patológica, cabe enmarcarlo quizá en el juego político. Los conservadores Manlios ya habían dado muestra de su odio cerval a otras familias de mentalidad más abierta. Es sugerente pensar que el hecho de que Décimo Junio Silano Manlio fuese adoptado por Décimo Junio Silano, senador experto en literatura púnica, sería visto como una deserción. Como se puede ver, en ciertas ocasiones, saldar viejas rencillas familiares es compatible con el estricto cumplimento del deber ciudadano…

La larga 'mili' de los legionarios de Sicilia.
Los que también cumplieron con creces sus obligaciones con la República, más allá de servir de ejemplo a los ‘pusilánimes de la empalizada’, fueron los compañeros de armas que lograron escapar de la derrota de Cannas. En castigo por abandonar el campo de batalla, las dos legiones formadas a partir de retazos de unidades disgregadas fueron expulsadas de la península itálica.

Desplazados a Sicilia, se les obligó a prestar servicio mientras Aníbal fuese una amenaza. Pese a las súplicas de clemencia al Senado, aduciendo que oficiales en su misma situación -como el tribuno Sempronio Tuditano o el cónsul superviviente, Varrón- volvían a su hogar como héroes, sus peticiones fueron desestimadas una y otra vez. La victoria sobre Cartago supuso el fin de su destierro… ¡14 años después!

La victoria en guerras encarnizadas exige grandes sacrificios, que a menudo administran los que están lejos del frente.

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